El ruido de la política
1. Melancolía. En las democracias europeas existe una creciente añoranza del bipartidismo. Aquellos tiempos en los que dos grandes partidos –uno orientado a la derecha, otro a la izquierda– tenían la hegemonía parlamentaria y se alternaban en el poder, necesitando como máximo el apoyo del grupo pequeño del lado correspondiente. La alternancia era el juego natural, aunque la mayoría de las veces ganara a la derecha. España, obviamente, se incorporó más tarde a este juego y, de hecho, el bipartidismo empezó en el 82 con la ancha mayoría del PSOE de Felipe González. La llegada del PP de José María Aznar en el 96 validaría el modelo.
Ahora el bipartidismo está en crisis fruto de unas transformaciones de la economía y la sociedad que han cambiado las estructuras y modificado los equilibrios sociales y políticos. Se decía que las clases medias eran el apoyo de la democracia, las que marcaban a los referentes de estabilidad. Lo cierto es que, en el cambio de siglo, con el paso del capitalismo industrial al financiero y digital y en el nuevo marco que llamamos globalización –la extensión, más allá de las fronteras, de los poderes económicos y de comunicación–, las sociedades se han transformado de forma acelerada. Las clases medias ya no son lo que eran: los espacios de confortabilidad y seguridad se han reducido. Y las democracias occidentales se resienten.
Los Parlamentos ya no se estructuran sobre dos partidos centrales y unos pocos minoritarios que no tenían otra función que facilitar que el que llegara primero gobernara. Cada vez hay más grupos, y los mayores no tienen suficiente quedando por delante. Esta mutación, que debería ser una afirmación positiva de pluralidad, expresa la crisis de las clases medias y el aumento de la marginación, con el factor añadido de unos movimientos migratorios que no son fáciles de integrar porque siempre hay sectores que despliegan el orgullo patriótico por movilizar a los sectores de población que se sienten amenazados y por hacer que a los que llegan de fuera les cueste salir de los márgenes. El resultado es que las democracias evolucionan alarmantemente hacia formas de autoritarismo posdemocrático. Las derechas giran peligrosamente hacia la radicalización. Y las democracias mutan de forma inquietante. Ya hay demasiados países en los que los neoautoritarios han tomado el poder y el liberalismo está en decadencia. Trump simboliza ese giro.
En Catalunya esta mutación se cruza con la cuestión nacional que renace cíclicamente, hasta que choca con sus límites y entra en fase depresiva. Y así sucesivamente. Ahora toca ajuste después de haber ido demasiado allá en la pretensión de dar el salto al estado propio.
2. Tópicos. ¿Es posible rescatar la política? Zygmunt Bauman establecía un marco de reflexión interesante cuando enunciaba los cuatro tópicos que debemos pasar por la criba de la crítica si queremos avanzar democráticamente: que el crecimiento es la base del bienestar; que un consumo en constante crecimiento favorece el deseo y la felicidad; que la desigualdad humana es natural, y que la competencia es condición suficiente para la justicia social.
Desmitificar estos tópicos significa responder a cuatro preguntas. ¿Qué crecimiento? No vale a pesar de las prioridades a la hora de crecer son determinantes porque prefiguran las sociedades. ¿Qué felicidad? Es el primer ingrediente de cualquier delirio utópico, en el sentido literal: lo que no tiene lugar, la vana pretensión de determinar el deseo y establecer el bienestar al que deben aspirar los ciudadanos. ¿Qué desigualdad natural? Ser diferentes no es lo mismo que ser desiguales, la desigualdad es la diferencia convertida en poder. ¿Qué significa competir? La competencia no puede ser criterio de justicia social, desconoce el significado de la equidad y el respeto entre iguales. El resultado de todo esto lo sintetizaba Tony Judt cuando explicaba cómo se construyó el delirio del pasado fin de siglo: "con la admiración acrítica por los mercados sin restricciones, el desprecio del sector público y la falsa ilusión del crecimiento infinito". Y así vivimos en un aumento global de la riqueza que pretende disimular las disparidades distributivas que colapsan la movilidad social y destruyen la indispensable confianza para dar consistencia a las democracias. La política se hace ruido. Y el debate de las ideas y estrategias se sustituye por la lluvia de escándalos, el ejercicio de la descalificación permanente. Todo es ruido. Como si estuviera prohibido hablar, que debería ser el hilo constructor de la democracia.