Sacar a la luz el iceberg de la violencia sexual
Hasta hace poco años la sociedad –y, por lo tanto, también los medios de comunicación– escondía la violencia sexual en la intimidad. Las violaciones y los abusos en la escuela o en el seno de la familia eran una vergüenza para la víctima y su entorno, y no se hacían públicos. Esto ha ido cambiando. A pesar de que queda mucho trabajo por hacer, cada vez más víctimas se atreven a hablar, a explicar qué han vivido –aunque sea muchos años después de los hechos–, y esto ayuda a hacer entender la gravedad de un problema social que ha estado demasiados años sepultado. Los periodistas las hemos seguido en este proceso, con errores y aciertos, pero avanzando.
Porque conocer y difundir la realidad de la violencia sexual es imprescindible para afrontarla. Cuidado, esto no quiere decir recrearse en explicar los detalles escabrosos, que solo revictimizan. Pero saber, por ejemplo, que entre 2016 y 2020 se denunciaron en Catalunya 269 abusos y agresiones sexuales cometidos por dos hombres o más nos ayuda a entender hasta qué punto el caso de la Manada no fue una excepción lejana.
El confinamiento y la etapa más dura de la pandemia implicaron una pausa obligada –no sabemos todavía si fue real o solo bajaron las denuncias–, pero la realidad del machismo, terca, vuelve a aflorar. La violación salvaje de Igualada solo es uno de los casos más recientes. En los nueve primeros meses de este año los Mossos d'Esquadra han recibido tantas denuncias por abusos (1.451) y agresiones sexuales (804) como en todo el 2020. Las denuncias por delitos sexuales han vuelto al nivel del 2019, un año en el que llegaron al máximo histórico.
No podemos asegurar que los delitos estén aumentando: hay más conciencia, menos obstáculos a las víctimas que se atreven a llevar su caso a la policía o a los juzgados. Esto puede llevar a pensar que crecen las denuncias y no los crímenes. Pero precisamente la gran cantidad de violaciones, abusos y acosos que sabemos que no se denuncian distorsionan nuestra percepción de la realidad. Tenemos que descubrir el tamaño de la parte que no se ve del iceberg de la violencia sexual para abordarlo con toda su complejidad. Y conseguirlo pasa por recopilar datos, ayudar a las víctimas, darles voz –siempre que la quieran hacer oír– y hablar, sin esconder la crudeza de esta realidad y a la vez con sensibilidad y empatía.
Tener los datos adecuados y analizarlos nos sirve, por ejemplo, para descubrir que hace dos años el 43,3% de las víctimas de delitos sexuales eran menores de 18 años, y que este 2021 el porcentaje se ha ensartado hasta el 48,5%. Y que dónde han crecido más es, precisamente, entre las más vulnerables: el porcentaje de denuncias respecto a niñas de menos de 12 años ha aumentado cuatro puntos y ha llegado al 20,9%. Los números solo son una aproximación fría a la dureza de la violencia sexual, sobre todo en cuanto a los más vulnerables, pero hacen que nos hagamos preguntas, como por qué ha habido este aumento en víctimas más jóvenes. Preguntas que son el primer paso para llegar a la raíz de un problema que nos interpela a todos, pero sobre todo a los hombres.