Sánchez: un grave toque de alerta

Puede discutirse si el gesto del presidente Sánchez responde a motivos políticos o a una reacción personal; si es el fruto de un cálculo o de una exasperación; si es una finta táctica o una renuncia. A mí me parece que la persona ha mandado sobre el personaje, pero cada uno es libre de hacer su suposición. A Sánchez lo acusarán –ya lo acusan– de victimismo, de hacerse el mártir para suscitar una reacción de apoyo. El lunes, cuando el presidente del gobierno haga pública su decisión, obtendremos una respuesta, o una indicación, que confirmará o no las distintas hipótesis.

En cualquier caso, en el actual compás de espera, es indiscutible que la carta de Sánchez plantea una situación de alarma insoslayable. En el inquieto debate que ha generado su carta abierta, hay algo que no parece rebatible. Es una iniciativa que ha señalado el grave peligro de unas formas de hacer política en España que buscan la destrucción de su adversario a base de crispación extrema, judicialización de la política y politización de la justicia. Lo ha hecho de la forma más drástica: poniendo en el plato de la balanza la presidencia del gobierno. Es un toque de alerta excepcional, y es necesario hacer votos para que sus consecuencias sean positivas.

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Que la vida política y parlamentaria en España está en un estado difícilmente sostenible es evidente. No se trata propiamente de un exceso de polarización. Es un estado de crispación deliberado y tóxico. Me parece que se ajusta el pronóstico de que, si no mejora el ambiente y cambian los métodos, la situación empeorará inevitablemente, hasta extremos que pueden llegar a ser catastróficos. Lo mínimo que puede decirse es que el contexto europeo e internacional, con sus tambores de guerra y sus trumpismos múltiples, ayuda.

Las eventuales consecuencias de este peligroso estado de cosas nos afectan a todos, incluidos los empeoradores que en Catalunya especulan ilusoramente con estrategias de acentuación de las confrontaciones. Las causas que han generado el actual estado de cosas son diversas, y el momento actual no es el más adecuado para entretenernos en el cruce de reproches retrospectivos. Me parece que ningún sector político puede considerarse exonerado de responsabilidades pasadas. Pero hoy, la responsabilidad fundamental corresponde a las derechas políticas y mediáticas españolas. "Se habla de polarización –escribía hace pocos días Joan Coscubiela– cuando en realidad se trata de crispación pura y dura, inducida, provocada y alimentada por las derechas y sus portavoces mediáticos. No solo no son sinónimos, sino que la crispación, construida sobre la polarización emocional, es utilizada por las derechas para eludir el debate sobre políticas que expresan la polarización ideológica, palabra noble, respecto a los retos y las políticas para abordarlos". Puede añadirse que esto no es una novedad. Las derechas ya habían practicado estas políticas en más de una ocasión, desde 1977.

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¿Cuál es la diferencia? La novedad es hoy que la proliferación de mentiras e imposturas, de denuncias falsas, de métodos de cloaca, ya no son unos complementos más o menos subrepticios y vergonzantes, sino los cimientos centrales, exhibidos y reconocidos. Buscan la destrucción política del adversario hasta extremos que implican la posibilidad de una destrucción pura y simple de la democracia. La diferencia, alarmante, que me parece percibir en relación al pasado, es que el juego combinado de la corrupción y la crispación ya no aparecen como elementos lamentables pero, al fin y al cabo, secundarios de la política, sino como sus elementos dominantes, que tienden a ocupar impunemente un terreno prácticamente exclusivo del debate político. La novedad es hoy la proliferación arrolladora y tóxica de la confusión generalizada, y el peligro radica en que la verdad llegue a ser indistinguible de la mentira.

Ahora bien: la inutilidad de la verdad significa la terminación de la democracia. Hannah Arendt decía que el sujeto ideal de un régimen totalitario no es el fanático convencido, sino el que piensa que ha desaparecido la distinción entre los hechos y la ficción, el que no puede discernir entre lo cierto y lo falso.

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Los que no se creen nada pueden creerse cualquier cosa. La pérdida de fe en las soluciones de la medicina es la gran oportunidad de los curanderos, de los fanáticos, de los milagros. Puede parecer paradójico, pero es evidente: cuando la desconfianza es general, la credulidad crece exponencialmente. La democracia exige unos márgenes indispensables de confianza crítica, basados en la razón práctica, en la valoración de los hechos y las consecuencias de los hechos.

La carta de Sánchez puede discutirse. Que significa un gravísimo toque de alerta me parece indiscutible. Las políticas de destrucción del adversario mediante la mentira y la intoxicación generalizadas pueden destruir la democracia. Sucedió en el pasado y sería una ingenua irresponsabilidad creer que somos inmunes a ese peligro. La atmósfera antipolítica del "todos son iguales" puede dar la victoria a los liberticidas. Hay que prestar la máxima atención al actual retorno de esta amenaza letal y hacerle frente con respuestas firmes y medidas, que reivindiquen con hechos el ejercicio eficaz y honesto de la política como servicio público absolutamente vital e indispensable. En resumen: de ello depende nuestro futuro colectivo.