Sequía de ideas, inundación de problemas
Pasada la resaca de las elecciones gallegas, con el PP reforzado, el BNG elevado y el PSOE-Sumar tocados, emerge de nuevo el debate sobre los problemas y retos en nuestro país, con el tema estelar de la sequía, debida a la persistente carencia de agua, pero también al miedo y la aversión a tomar decisiones. En este artículo huiré de practicar el deporte tan nuestro de criticarlo todo ya todos, a menudo con el propósito de quitarse las responsabilidades de encima, sin aportar nunca soluciones. Sin embargo, recordaré que las soluciones estaban ahí, que eran posibles y que el hecho de no adoptarlas nos ha abocado a la penosa situación actual de falta de agua y de restricciones.
Empezaré con una premisa: el agua más cara es la que no tenemos. Es decir, por ser el agua, nunca lo sería tanto como el hecho de no tenerlo. Y una segunda premisa: de todos los suministros que pagamos –gas, electricidad, telecomunicaciones...– el del agua es, de largo, el más económico; y aún se vería más si en el recibo del agua no se cargaran muchos otros conceptos que poco tienen que ver con el ciclo del agua.
Dicho esto, quiero recordar que hace casi treinta años los gobiernos del president Pujol estudiaron y aportaron la solución –el trasvase del Ródano– que nos habría ahorrado vivir la dramática y esperpéntica situación actual. Lo recordaba esta semana el profesor de la UAB Joan Llonch, en un artículo oportuno y clarificador. Durante más de dos décadas, ni los partidos catalanes ni los gobiernos españoles de distinto signo quisieron apoyarlo. Y ahora pagamos las consecuencias.
El planteamiento era sencillo y ambicioso a la vez. Se podría resumir así: nuestras cuencas hidrográficas, que vienen de los Pirineos, no ofrecen garantías suficientes de suministro estable, para un país con necesidades crecientes como el nuestro. A pocos cientos de kilómetros al norte existe agua muy abundante, proveniente de los Alpes. Una parte de esta agua se puede transportar hacia el sur, hacia nuestra casa, porque los franceses que tienen la concesión están dispuestos a venderla, teniendo en cuenta que les sobra mucha. La infraestructura necesaria para llevar este agua era asumible, e incluso había empresas privadas que podían asumir su coste, ahorrando dinero público, a cambio de una concesión a largo plazo. El impacto ambiental de la obra existía, pero era inferior al que tendrán las líneas de alta tensión que será necesario construir para llevar la energía necesaria desde Aragón para hacer funcionar nuestras nuevas desaladoras. El precio final del agua para el consumidor también era asumible, porque no habría sido más caro que el del agua desalada, y no digamos que el del agua transportada en barcos.
Las ventajas eran muy evidentes y tangibles. Teníamos una garantía de agua a muy largo plazo, con una fuente segura, dentro del marco europeo. No era necesario pensar más en la cuenca del Ebro, sometida a un estrés hídrico considerable, controlada por el gobierno español y con una fuerte contestación entre los ebrenses. El sistema Ter-Llobregat, tremendamente explotado y agotado, podía recuperar buena parte de sus caudales, con un impacto positivo sobre varias comarcas, sobre todo gerundenses. Se podía abordar la necesaria modernización de grandes regadíos, como el del canal de Urgell, con la tranquilidad de saber que la gran región metropolitana de Barcelona, con más de cinco millones de personas y una intensa generación de actividad económica, tenía sus necesidades cubiertas. En definitiva, en el balance entre ventajas e inconvenientes, los primeros pesaban mucho más que los segundos.
Cuando un problema no puedes resolverlo, debes ser lo suficientemente humilde para reconocer tus limitaciones. Pero cuando hay soluciones, debes tener la determinación suficiente para tomar decisiones. En el reto del agua, ha faltado esa ambición. Han reinado la miopía política y la mirada de corto vuelo, sobre todo en Madrid, pero también en Catalunya. Durante más de veinte años, frente a todos, se defendió una solución que era viable. Hoy constatamos que quienes negaron, o negligir, las soluciones, no han aportado ninguna propia. De lo contrario, no estaríamos viviendo la penosa situación actual. En el transcurso de la última década larga, hemos sufrido dos crisis de gran magnitud y fuerte impacto: la crisis financiera, que duró seis años y que impidió invertir porque los cajones estaban llenos de deudas y huecos de dinero, y con bastante trabajos se podían pagar los sueldos y medicamentos a finales de mes. Y la crisis sanitaria, la de la cóvido, durante la que se ha gastado mucho y nos hemos vuelto a endeudar para superar una situación de colapso total.
La lección que debemos sacar de ella no resulta tan complicada. Pasa por identificar grandes retos de país, descargarnos de los excesos de ideología que paralizan, tejer consensos suficientemente amplios y defender con convicción las soluciones. En el tema crucial del agua, a pesar de que la solución estaba ahí, no fue posible. Esperamos que en otros grandes temas, como educación, inmigración o financiación, por citar tres ejemplos de suficiente grosor, haya más acierto.