1. Tabú. La Constitución no se puede sacralizar, entre otras cosas, porque si la democracia se funda es precisamente para no tener que depender del imperio de lo que es sagrado. Si la ley es un marco de convivencia que se dan los ciudadanos libremente, ni puede tener un estatus de intocable ni puede ser tabú cambiarla cuando deja de ser útil y se debilita el consenso a su alrededor (que es una condición básica para que la ciudadanía la respete). Es evidente que la Constitución, como toda ley, está para cumplirla. Pero no se puede situar nunca en un territorio trascendental más allá de la legitimación que le da la ciudadanía que la ha votado. Y no se tiene que tener miedo a renovarla. Forma parte de un principio básico de vida: la capacidad de cambio y adaptación que nos permite avanzar.
La conversión de la ley fundamental en tabú es un indicio de la crisis de una sociedad. Al considerar que reformarla para adaptarla a la realidad es un riesgo se está levantando acta que el acuerdo básico sobre las instituciones tambalea: que no hay el mínimo común denominador que fundamenta su estabilidad. Y que la lógica democrática de la normal evolución de la legalidad en función del devenir de una sociedad se rompe porque unas fuerzas que pueden sentir amenazado su poder se ponen de acuerdo para impedir cualquier reforma. Mal pinta pues si la ley se convierte en un absoluto, cuando, por definición, tiene que ser adaptable a la mejor manera de hacer efectivos los derechos básicos que permiten que los ciudadanos sean sujetos y no objetos.
Han pasado más de 40 años desde la promulgación de la Constitución española. Hemos vivido uno de los periodos de transformación más acelerada de la historia de la humanidad. Y en este tiempo hemos visto cómo muchas voces del mundo intelectual pasaban del panfleto contra el Todo, al Todo contra el panfleto. Siendo lo Todo una visión cuasirreligiosa del estado de derecho. “No se tiene que tocar ni la Constitución ni las leyes”, dice el nuevo centrocampista del gobierno, el ministro Félix Bolaños, después de la sentencia del Constitucional sobre el estado de alarma.
2. Autoritarismo postdemocrático. El modelo neoliberal que se ha expandido desde los años 90 ha incidido en la incompetencia de la política para actuar sobre los mercados, ha desacreditado los estados, dándoles un papel auxiliar de proveedor de servicios, de infraestructuras y de garantías policiales y judiciales, convirtiendo en sospechosas las demandas de participación y de movilización social y estimulando la pasividad y la indiferencia. Y cuando se ha visto amenazado –por su fracaso, que condujo a la crisis del 2008– ha buscado la alianza entre los procedimientos de gobierno neoliberal y las ideologías neoconservadoras, encargadas de dotar de alimento espiritual al homo economicus, para preparar la evolución hacia el autoritarismo postdemocrático. Contribuyendo a la sacralització de la Constitución y de la legalidad vigente, la izquierda colabora. En vez de adaptar la legislación a las pulsiones y demandas de la sociedad, se acentúa la dimensión autoritaria, empezando por la negación del cambio. Y esto se lleva hasta el ridículo cuando en nombre de un supuesto garantismo se pretende que para responder a una pandemia por la vía del confinamiento se tiene que acudir al estado de excepción, que dota el ejecutivo de mucho más poder y arbitrariedad que el estado de alarma.
Hacer de la Constitución el horizonte insuperable de nuestro tiempo es precisamente levantar constancia del fracaso en la construcción de espacios compartidos. Utilizar su defensa para bloquear toda posibilidad de cambio convierte la democracia en una triste competencia entre los poderes del Estado, con sospechosa tendencia en los ámbitos jurisdiccionales a optar por las opciones más restrictivas. Un conflicto que no es más que la expresión de lo que no se quiere reconocer: el agotamiento de un modelo que nació en unas circunstancias muy concretas y con unos acondicionamientos muy explicables, que a estas alturas ya tendríamos que ser capaces de superar. Pero el miedo al cambio impone el tabú de la Constitución. Y el secesionismo catalán sirve de coartada, cuando hay muchas más cosas por reformar. Lo demuestra la actuación del Constitucional, cuya vicepresidenta, Encarna Roca, según explica Ernesto Ekaizer, ha dicho en una sesión de deliberación que "estamos en el momento del incendio del Reichstag”. ¿Quiénes son los incendiarios, señora magistrada?