La suerte de envejecer
Hace unos días, una chica vino a encontrarme en el vestíbulo de RAC1 y me preguntó si podía escucharla un momento. No nos conocíamos de nada y pensé que me hablaría de mis novelas o del programa Usted primero, en el que colaboro.
Llevaba el pelo corto, gafas de pasta y estaba visiblemente nerviosa por haber osado hacer algo que –era evidente– no estaba acostumbrado a hacer.
Me pidió si podía contarme una inquietud que llevaba dentro, una queja que no sabía cómo hacer pública, para ver si yo podía ayudarla de alguna manera. Fue de pie al grano: estoy haciendo tratamiento por un cáncer de pecho. Seguí escuchándola mientras dentro de mí resolvía el enigma de por qué se había acercado a mí. Jugamos en el mismo equipo.
La chica me contó que tiene cuarenta y seis años y que le detectaron el cáncer en una revisión rutinaria: no tenía ningún bulto y se encontraba bien. Hace medio año le hicieron la mastectomía de ambos senos y le vaciaron la axila porque había ganglios infectados. Ha realizado seis meses de quimioterapia y en estos momentos está haciendo las sesiones de radioterapia. Yo le escuchaba demostrando empatía sin ningún esfuerzo, iba haciendo que sí con la cabeza y finalmente dije: yo también hice quimio y radio, pero sin mastectomía.
Resultó que ella no sabía que yo también había tenido un cáncer de pecho. Quedó desconcertada y yo aún más. ¿Qué le había llevado a hablar conmigo, pues? Y, sobre todo, ¿con qué objetivo?
Finalmente, llegamos al hueso de la cuestión. Mi “compañera de equipo” se lamenta, más bien se indigna, de la gran cantidad de declaraciones públicas (en forma de monólogos o de libros, en entrevistas o en las redes) de personas que se lamentan o rumian por el hecho de envejecer. Personas populares o anónimas que se han "apuntado" al discurso más o menos humorístico de "que pesado es hacerse viejo", "qué drama es la menopausia", "hacer años me deprime".
Traté de bromear con mi interlocutora, bastante más joven que yo: “No te pienses, hacerse viejo no es ningún chollo”. Sonrió, un poco por educación, e insistió en su argumentación. “Tengo dos hijos de once y trece años y, cuando me diagnosticaron, pensé en el mal que podría causarles mi muerte, en la tristeza que podrían sentir y si su vida quedaría marcada para siempre”.
Y fue entonces cuando recordé las palabras de Joan Maria Pou, en una entrevista que le hizo Albert Om para este diario, donde decía que, a punto de cumplir cincuenta años, estaba seguro de no tener ningún tipo de crisis. “Mi madre murió con veintiséis años y mi mujer con treinta y cinco y las cojillas de «ay, me hago mayor» no van conmigo». Y también, como un flash, recordé a su mujer, la querida Tatiana Sisquella, cuando me decía: “Solo quiero llegar a vieja”.
Y encontré, encuentro, que la chica que me había venido a encontrar tiene toda la razón del mundo. Cualquiera que haya pasado por un trance parecido lo sabe. He escrito este artículo por los que ha tenido la suerte de no haber pasado. Celebra los cumpleaños, sopla las velas con alegría. La vida es cara y frágil. No lo pierdan de vista.