Las tareas-humo: autocrítica educativa
Escribo como directora de un centro educativo, con la incomodidad de realizar autocrítica. El reciente error en la adjudicación de plazas docentes no es sólo una incidencia técnica, es el reflejo de un sistema que, desde hace años, arrastra graves carencias estructurales. Sin embargo, esta precariedad a menudo se ha disfrazado con una problemática igualmente preocupante: la proliferación de tareas-humo. Estas tareas-humo no son un accidente, sino una estrategia que sirve para aparentar que se hacen cosas y para esconder una realidad incómoda: la falta de recursos reales en los centros. Y, a pesar de ser conscientes de ello, las direcciones hemos aprendido a convivir con ellas.
Cada curso rellenamos formularios que nadie lee, reescribimos documentos con terminología cambiante y desplegamos planes que absorben horas sin mejorar el aprendizaje. Nos hemos acostumbrado a un ruido hecho de tareas-humo que hace de pantalla ante los problemas de fondo: carencia de recursos, ratios demasiado elevadas y ausencia de equipos de apoyo. Y, a menudo, colaboramos porque es el precio de mantenernos dentro del relato oficial.
El mundo educativo tiene una facilidad sorprendente para integrar prácticas sin debate crítico, con argumentos casi dogmáticos. Conceptos como "innovación" o "transformación" se presentan como verdades indiscutibles, pero rara vez se evaluará si el impacto real es positivo. Nos ocupamos mucho, pero no siempre en lo que de verdad transforma: el tiempo docente y el acompañamiento al alumnado.
La digitalización es un ejemplo claro. Se han comprado dispositivos, pero sin proyecto pedagógico ni soporte técnico. Las direcciones dedicamos horas a gestionar inventarios e incidencias, mientras que el profesorado hace de técnico improvisado. Personalmente, he invertido más tiempo en hablar de tareas-humo que de estrategias de aprendizaje.
Las mentorías y planes de innovación podrían tener sentido con objetivos claros y tiempo reconocido. Pero con demasiada frecuencia se han convertido en filtros de tareas-humo que sirven más para demostrar actividad que para mejorar la enseñanza. Y aquí también debemos hacer autocrítica: las direcciones hemos aceptado esta lógica, por miedo a que el centro sea percibido como poco innovador.
La cuestión clave es el presupuesto. Si queremos una educación que transforme y garantice la igualdad de oportunidades, es necesaria una apuesta clara: situar la educación por encima del 5,5% del PIB. Pero esta inversión sólo tiene sentido si se traduce en recursos reales en el aula: reducir ratios, ampliar equipos de orientación y EAP, estabilizar plantillas, ofrecer soporte técnico y proteger el tiempo docente.
El tiempo es el recurso más escaso y el que más nos roban las tareas-humo. Tiempo para preparar clases con criterio, coordinarnos y establecer vínculos con familias y alumnado. Veo a diario cómo las direcciones y el profesorado nos desgastamos en estas tareas mientras lo que realmente importa queda en segundo término.
No se trata sólo de gestionar mejor. Es un problema estructural: hemos normalizado un laberinto que consume tiempo y energía y que, en muchos casos, sólo sirve para maquillar las carencias de fondo. Si queremos una educación que repare y transforme, necesitamos un ejercicio colectivo de autocrítica y una exigencia clara: poner la educación en el centro, con presupuesto y recursos reales en el aula.