Tiempo de bullangas
¿Tan grave es que el Ayuntamiento ceda el Parc Güell a una marca de moda para hacer un evento con estrellas internacionales? No, no es tan grave. En un momento en el que Barcelona estuviera menos malhumorada nos parecería un signo de éxito y un motivo para ir a curiosear. La cuestión no es la gravedad del evento en sí, sino del evento como síntoma, y su aterrizaje sobre el estado de ánimo de los barceloneses. Porque esta ciudad tan de moda está llena de ciudadanos malhumorados por cuestiones diversas (la vivienda, el transporte, el turismo, la despersonalización), y eso quizás explica el mal recibimiento de esta exhibición de lujo y de glamour que configura, a ojos de la mayoría, una burbuja de falsa prosperidad, una postal ficticia de una ciudad que sabe ser cool con los turistas pero no lo consigue a la hora de cuidar el bienestar de sus ciudadanos.
Ha sido una digna pero reducida revuelta sin liderazgo político, porque las izquierdas que se reclaman transformadoras –ERC, Comuns y la CUP– acaban de recibir un severo castigo electoral, y sus dirigentes están en estado de shock, preguntándose qué espera de ellos el electorado. El mal humor actual es acéfalo, es vecinal más que político, como las bullangas de hace dos siglos. En 1835, en un contexto de efervescencia anticlerical, los asistentes a una corrida de toros en la Barceloneta se enfadaron porque los toros salieron mansos; saltaron a la plaza, se manifestaron por las calles y acabaron quemando iglesias. Tampoco era tan grave que una corrida de toros quedara poco lucida, ¿verdad? No, no lo era. Pero el estado de ánimo de la población estaba tan crispado que cualquier excusa era buena para encender la mecha de la agitación. Por supuesto, aquella bullanga fue más multitudinaria y con efectos más graves que la del otro día en el Parc Güell. Y es que los barceloneses de entonces tenían más motivos para el mal humor, empezando por el hambre y la represión de un pérfido capitán general.
Pero las bullangas siempre tienen algo en común, y es que no se corresponden con el día a día de la política. En 1835 todavía no conocíamos el anarquismo ni el socialismo, las clases populares no tenían líderes ni programa. La gente, aunque nominalmente luchaba contra los carlistas y el absolutismo, lo que quería era expresar un malestar difuso, una rabia desatada sin un objetivo concreto. Como consecuencia, nadie recogió los frutos de esta ira ciudadana, que se disolvió, pocos años después, bajo las bombas de Espartero y Delgado.
Las cosas han cambiado mucho y las comparaciones, tratándose de historia, son una temeridad. Pero la indignación de los vecinos de alrededor del Parc Güell me ha hecho pensar en las bullangas. Porque esta ciudad nuestra, donde algunos vecinos se quejan contra Vuitton, es la misma que acaba de votar mayoritariamente a los partidos de centro y de derecha que defienden el crecimiento y ampliación del aeropuerto, los que acaban de tumbar el control del precio del alquiler de temporada, los que cuando ven una protesta, del tipo que sea, la ridiculizan con la etiqueta del "no a todo". El malestar es real, pero no casa con los resultados electorales, y por tanto no tiene un objetivo claro ni una expresión orgánica como lo fueron el colauismo y el independentismo, un movimiento con voluntad transformadora expresada electoralmente con éxito.
Ahora, con una derecha reforzada moralmente, una izquierda desconcertada y un independentismo dividido, corremos el peligro de que las iras de los ciudadanos las recoja la extrema derecha, especialista en pescar en aguas turbias, señalar a chivos expiatorios y escarbar en la herida sentimental –identitaria, sí– que se esconde tras la globalización de Barcelona, y que sería bueno no ridiculizar de entrada.