La tontería del turismo
Hay gente que hace turismo en Afganistán. No es nada nuevo. Ciertos tipos de turista son inmunes al pesimismo e incluso a la prudencia: creen que, justamente por ser turistas, no puede pasarles nada. Hace 50 años había una línea de autobús que cubría el trayecto Barcelona- Katmandú. “Black bus”, se llamaba. Recorría 10.000 kilómetros y pasaba por Francia, Italia, Yugoslavia, Bulgaria, Turquía, Irán, Afganistán (donde el pasaje, más bien joven, adquiría provisiones fumables), Pakistán, India y Nepal. ¿Qué podía salir mal? Si la memoria no me falla, el autobús dejó de hacer la ruta porque se lo apropiaron unos afganos. No sé qué pasó con los viajeros.
Nos quejamos, con razón, del turismo de masas, extremadamente molesto. Hay que reconocer que quienes se suman a este fenómeno contemporáneo muestran, dentro del error, una relativa sensatez: saben que van a dejarse el dinero (en chiringuitos o en carteristas) pero no la vida. Los del turismo minoritario, en especial el llamado “de riesgo”, cometen la misma estupidez que los otros (salir de casa para vete a saber qué) y, además, les ilusiona meterse en líos muy emocionantes. Luego hay un tercer apartado, el de los turistas convencionales tan imbuidos de la fe turística que acaban en zonas de guerra sin enterarse.
Trabajando por ahí he conocido algunos casos. En El Cairo, durante las revueltas de aquello que nos pareció una “primavera árabe” y resultó ser una glaciación, una pareja francesa, bastante mayor, estaba empeñada en embarcarse en un crucero por el Nilo. En la plaza de Tahrir había disparos, pero ellos iban cada día a la oficina de los cruceros y cada día se indignaban por encontrarla cerrada. “Hemos pagado, esto no es serio”, decían. Si les comentabas que Egipto estaba patas arriba, respondían que “en cualquier parte pueden ponerte una bomba”. Lo cual no deja de ser cierto. Era la misma filosofía de unos españoles que en 2012 se empeñaban en pasar con su coche de Mauritania a Mali, pese a las advertencias policiales de que encontrarían yihadistas. “Mali siempre ha sido un lugar seguro”, proclamaban.
También he visto cosas que ustedes no creerían. Como aquel hotel de gran lujo que en 2011 abrió en Gaza, justo al lado de un campo de entrenamiento de Hamás, un grupo de catalanes encabezados por la ex diputada socialista Anna Balletbó. El hotel Al-Mashtal alojaba en su interior a la delegación de la Unión Europea y en el tejado ondeaba la banderita azul con las estrellas. “Eso nos garantiza que no nos bombardearán”, decían. Ay, el optimismo.
En 2018, alguien escribió un comentario en Trip Advisor sobre el Al-Mashtal: “Un hotel vacío y frío, perfecto para una película de horror”. El último comentario sobre el hotel data, sin embargo, de abril de 2023 y habla de “noches tranquilas”, “encantadoras vistas sobre la playa” y “personal elegante”. ¿Quién escribiría eso? Ahora mismo no admiten reservas electrónicas. Trip Advisor recomienda contactar telefónicamente con el establecimiento y preguntar qué tal está la cosa.
No es cierto que el turismo cure el nacionalismo, la ignorancia o la hipermetropía. No cura nada. En todo caso, atonta. Supongamos que un joven millonario estadounidense, inteligentísimo, decide pasar el verano de 1936 recorriendo en automóvil Italia y Alemania. ¿Su conclusión a la vuelta? “El nazismo y el fascismo son los sistemas más apropiados para Europa”. Eso dijo John Fitzgerald Kennedy, futuro presidente. Ya puestos, añadió que Hitler buscaba “la paz”. Kennedy no era el único a quien la Alemania nazi, con sus campañas antijudías y sus matones uniformados, le parecía un lugar estupendo. En 1936, Alemania era, junto a la inevitable París, el destino preferido por las parejas europeas en luna de miel.
Tengo que contarlo todo. Uno también ha hecho turismo imbécil. Debido a una incomprensible fascinación por el oso polar, viajé hasta el archipiélago noruego de Svalbard, cerca del Polo Norte. En diciembre, o sea, con 24 horas de oscuridad. Aún así, alquilé un trineo de perros para intentar ver osos.
Una advertencia para quien quiera imitar el disparate: en las cuestas hay que ayudar a los perros y empujar, y es cansado. Pronto me encontré en una paradoja: dada la oscuridad, solo podía ver un oso si se me acercaba mucho. Y en ese caso, según los del negocio de trineos, había que sacar la escopeta y disparar al oso. (En efecto, además de empujar el trineo hay que llevar una escopeta al hombro.) En resumen: si tenía la suerte de ver un oso, o él o yo acabábamos muertos. La suerte, por lo tanto, fue no encontrar ninguno.