El tópico de la polarización
1. Tensión. La palabra polarización está de moda. Los rituales del cambio de año podrían definirse así: adjetivar lo que acaba para dotarlo del perfil necesario para situarlo en las estanterías de la comunicación; acotar las inquietudes del presente de acuerdo con el deseo de desconfinar el futuro, y todo ello en un tiempo acelerado por los instrumentos de los que la humanidad se ha ido dotando, y que a menudo nos desbordan.
En un tiempo en el que las amenazas apocalípticas oscurecen la escena, se necesitan etiquetas para alimentar el ruido del momento. Hablar de conversación sería demasiado sofisticado cuando la confrontación recupera acentos de otras épocas, las fracturas dominan el imaginario compartido, la guerra vuelve a capturar las agendas, y las democracias, desgastada su versión bipartidista (que en el fondo era una vía para garantizar el control social), se tambalean.
Polarización, pues, es la palabra que toca. Porque describe una tensión verbal que crece y no es inocente: contribuye a simplificar la realidad social y, por tanto, a hacer sospechosa la complejidad que debería ayudarnos a entenderla. Y permite a los actores pasearse por la escena pública agarrados a la lógica de los auténticos y traidores, que no sirve para nada más que para ocultar los cambios de fondo que viven las sociedades y para proteger los presupuestos más o menos ocultos de cada partido o movimiento. Así se entretiene al personal en un presente continuo que disimula los efectos de la gran aceleración y se esconden las propias contradicciones.
En este juego de buenos y malos, el perdedor se limita a la descalificación del que gana (responsable, por oportunismo o por secesionismo, de querer venderse el Estado). Y así los problemas de fondo quedan en segundo plano y el respeto mutuo, principio democrático por excelencia, se esfuma. Hasta el punto de que el ruido lo falsifica todo y da pie a los más interesados en la desestabilización.
2. Falacias. ¿Es posible aún rescatar la política? Ya sé que construir realidad forma parte de su función, pero el riesgo es precisamente desconectar de la percepción que tiene la ciudadanía. La democracia es algo más que unas reglas del juego, es un ingenio muy delicado para protegernos de los abusos de poder y es una cultura de la igualdad de derechos y de la dignidad de las personas. El demócrata debe sentirse siempre un poco incómodo, porque sabe que, si pierde el sentido crítico, el telón de la libertad cae. Hay que volver a hablar de política, no para desdoblar la realidad sino para hacer avanzar a la sociedad, por eso me vienen a la cabeza las cuatro falacias que describía Zygmunt Bauman.
La economía no ha pasado al asiento trasero, como pedía Keynes. La normatividad emana hoy del poder económico, mucho más que del político, que se ha convertido en motor de la ideología dominante. El crecimiento es el principio al que se sacrifica todo. Por eso sería razonable pasar por la criba cuatro tópicos recurrentes: que el crecimiento es la base del bienestar; que el consumo en constante crecimiento favorece el deseo y la felicidad; que la desigualdad humana es natural; y que la competencia es condición suficiente para la justicia social. A estos tópicos es necesario responder con algunas preguntas: ¿qué crecimiento? No vale todo y no son irrelevantes las prioridades a la hora de crecer, y menos aún en un mundo gastado que ve peligrar sus equilibrios naturales. ¿Qué felicidad? El discurso de la felicidad es el primer ingrediente de cualquier delirio utópico, contiene una voluntad de tutelar el deseo y delimitar el bienestar al que hay que aspirar. ¿Qué desigualdad natural? Ser diferentes no es lo mismo que ser desiguales, la desigualdad es la diferencia convertida en poder. ¿Qué significa competir? ¿Cuál es el denominador común que compartimos como humanos?
Hace catorce años, en Algo va mal, Tony Judt ya nos advertía: “Hemos entrado en una era de inseguridad económica y política. El hecho es que no acabamos de ser conscientes de ello, y no es consuelo: en 1914 pocos previeron el colapso del mundo y las catástrofes económicas y políticas que seguirían. La inseguridad engendra miedo. Y el miedo –al cambio, a la decadencia, a los extraños y a un mundo ajeno– está corroyendo la confianza y la interdependencia en la que se basan las sociedades civiles”. La derecha especula con el miedo y seguimos jugando a dejarnos engañar. Y los conflictos se encadenan, uno tapa a otro, como vemos con Ucrania y Gaza, y en ese delirio se impone casi siempre la peor opción.