Trabajar de heladera
La chica se toca un momento el clip que le coge el gorro blanco de rayas calabazas, a juego con el uniforme, y moja el aparato para hacer bolas de helado en un cuenco con agua. Ha puesto uno menta (que nadie le pide) y ahora pondrá uno chocolate (que lo pide todo el mundo). “¿Medio litro?”, pregunta. Y como la parroquiana le dice que sí, coge un envase de porexpán y empieza a llenarlo. A la parroquiana se le eriza la nuca de placer al ver cómo acarrea con la pala, para que el envase quede rebosante, sin un espacio vacío, medio distraída y medio concentrada, como un niño que hace un castillo de arena, como quien juega a cocinitas. Le gusta tanto verlo, que pide otro helado. Uno de mango. De litro.
A la parroquiana le ocurre lo mismo si en una papelería le envuelven por regalo la libreta que acaba de comprar, con esa pulcritud. La dependienta cortando celo y pegándolo en la mano, para ir utilizando... A veces compra cosas (le encantan las papelerías) y pide que le envuelvan (cuando en realidad son para ella). Cuando era pequeña, le ocurría lo mismo cuando una niña de la clase le decía: “¿Quieres que te ordene el estuche?”. A ella le gustaba muchísimo que lo hiciera y decía que sí. Y entonces, la niña, llamada Eulalia, abría una de las cremalleras del estuche (era de dos pisos) y sacaba todos los lápices de colores de las fijaciones. Con la goma (de nata) borraba las huellas. Después, poco a poco, decía punta a los colores con la sacapuntas y sacudía los restos con un gesto muy gentil del dedo pequeño. Por último ordenaba los colores de flojo a fuerte. Primero el blanco, después el amarillo claro, después el amarillo limón... Hasta el negro...
“Oiga? ¿Hola? ¿Quiere algo más?”, hace la dependienta. Y la parroquiana, absorta, contesta que sí, que sí, que un frasco de horchata.