La escena, durante las últimas semanas de la pandemia, me pareció sintomática: un grupo de peatones se detenía frente a un semáforo en rojo en la calle Aragó, por el que no pasaba ni un solo coche a kilómetros y kilómetros a izquierda ya derecha. La parálisis física era también anímica, mental, espiritual: simplemente aquella gente no se atrevía a desobedecer una norma, incluso si hacerlo no comportaba ningún riesgo para nadie. Simplemente, cuando está rojo, es rojo y punto. Yo nunca había visto nada así en Barcelona. Creo que lo que vivimos en los años anteriores tiene, si somos honestos, algo que ver. Me refiero, por ser más directo, a una represión general (superior para los independentistas, pero general en términos democráticos) que desembocaba en la idea de que la ley debe obedecerse a toda costa y punto. Manifestarse, organizarse, las rendijas para la expresión individual o colectiva, incluso la alegría o la transgresión, todo esto quedaba sometido a la primacía de "la ley". Un innegable estado de excepción muy superior y previo al estado de excepción que vivimos durante la pandemia. Un abuso de autoridad inédito dentro de Europa, escandaloso, gravísimo. Y todo esto, evidentemente, tiene secuelas.

Escribo esto más allá de la lucha partidista o de las opciones políticas de cada uno. Creo que el hecho es incontrovertible: la sociedad catalana arrastra un trauma desde el 2017. Si alguien se pregunta qué nos pasa, que no levantamos cabeza ni ánimo, si todo nos parece mal, si no pueden animarnos ni con Juegos Olímpicos de Invierno, ni con Copas Américas, ni con terceras pistas, ni con la promesa de paz y buenos alimentos, es porque el maltrato lo recibieron todos y cada uno de los catalanes. Obviamente los independentistas, con sentencias injustas y con persecución sistemática, pero también todos los que vieron disminuir sistemáticamente la inversión estatal en nuestro país, o vieron suspendida la autonomía y aplicado en 155 (bajo cuyos efectos hoy gobierna Salvador Illa) , o observaron que las libertades y los derechos supuestamente garantizados en la Constitución del 78 hacían higo, al igual que el autogobierno catalán: todavía ahora, para independentistas y para no independentistas, nos rige un Estatut que no hemos votado. Todo, sí, tiene secuelas.

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Hay intentos de ignorarlo, de obviarlo, incluso de pasar página, o de beber para olvidarlo, pero cualquier observador sabría reconocer los síntomas de bloqueo (político, económico, social) que impiden ansiada “normalidad” se imponga. Si pretenden hacer ver que una entrevista del presidente con el rey, o con Jordi Pujol, o la instalación de una bandera en el despacho donde nunca había estado son señales de normalidad, son libres de pensarlo, pero sólo agravarán error. Que el tiempo pase, en efecto, hace su trabajo: cuando no se encuentra solución, no es del todo mala idea dejar que el tiempo pase y esparza la niebla. El problema es que, una vez esparcida, la enfermedad ha crecido. No los síntomas, no el dolor, pero sí la enfermedad. Esto es lo que ocurre cuando se receta ibuprofeno, o antiinflamatorio, a un problema que está incrustado en el organismo: el ánimo se resiente. ¿Se extrañan que la gente no compre ninguno de los festivales que se les proponen (sobre todo cuando, en el caso de la Copa América, no se dan explicaciones sobre la inmensa inversión sin retorno realizado)? ¿Se extrañan que no nos parezca bien nada, que incluso el más brillante y el más eficaz de los diputados o presidentes no tenga forma de recibir la credibilidad de los ciudadanos haga lo que haga? No, no es un caso comparable al de Escocia o al de Quebec: allí sólo perdieron a los independentistas. En Cataluña hemos perdido todos, en libertades y derechos. Lo preocupante es que ahora, incluso con la niebla esparcida, el tema tampoco se aborde.

"Concierto solidario". "Federalismo". "Concordia". "Tarradellas". "Orden". Me parece que no son ni siquiera buenos comienzos, porque ninguno de ellos reconoce nada de lo que sucedió en el 2017. Si no se reconoce la cuestión, que no es de gestión administrativa (repito: no es de gestión administrativa), la depresión de caballo continuará, y no sólo será una depresión independentista. Será, de nuevo y como sucedió con el Estatut, una decepción general. Otra cosa es que, como es esperable, el independentismo sepa entonces recoger sus efectos en forma de propuesta actualizada. Una propuesta que vincule, de nuevo, a una gran mayoría de catalanes piensen como piensen. No podrá ser la misma de 2017. Pero al menos no pretenderá ignorarla.