Trump, borrar la memoria

Actualmente, el "paseo de la fama" del Despacho Oval de la Casa Blanca incluye los retratos de los expresidentes, con la excepción del predecesor de Donald Trump, Joe Biden, que sólo tiene la firma. Trump ha borrado su retrato. Y también ha borrado material que le relacionaba con los archivos Epstein. A lo largo de su carrera pública, Trump ha borrado contenidos digitales que él mismo publicó, incluyendo tuits y publicaciones en sus cuentas de redes sociales, y en algunos casos ha retirado u ordenado la eliminación de contenidos desde plataformas vinculadas a su actividad política o presidencial. Todo esto exhibiendo un poder personalista y unilateral, que es un claro síntoma, en mi opinión, de su megalomanía. Trump quiere ganar el premio Nobel de la Paz, quiere pasar a la historia como el mejor de los presidentes de EE.UU., cueste lo que cueste, aunque esto implique borrar la historia, y esto tiene un nombre, damnatio memoriae. Akhenaton, Calígula, Nerón, Napoleón, Stalin, Mao y un largo etcétera antes y después de estos personajes lo ha puesto en práctica. Y esto responde a una exacerbada megalomanía como dispositivo simbólico de grandeza. En La genealogía de la moral, Nietzsche aborda cómo la memoria histórica se construye y se manipula para sostener jerarquías de poder, lo que conecta conceptualmente con la idea de borrar o reescribir la historia desde una óptica personalista. La megalomanía es fruto de una autoatribución de grandeza que nace de creerse históricamente necesario, como en el caso de Trump y de los muchos otros altos mandatarios actuales. El presidente americano quiere dejar constancia en la historia de su huella, no en la luna, sino en EEUU y también en el mundo entero (¡y se le hace pequeño!).

Trump ha sabido conectar con una parte de la población estadounidense. Lo ha hecho desplegando una economía emocional de la política en la que no es necesario un proyecto y una estrategia compartidos, sino ingredientes que se abonan con un claro resentimiento por el pasado y con la constatación de la pérdida de una cierta América, elementos que han comportado una desafección democrática, erosionada por políticas de extrema derecha que fingen una supuesta lealta. En resumidas cuentas, ha hecho del poder una propiedad privada (aunque muchos americanos que le votaron no lo acaben de ver del todo y algunos incluso formen parte de los deportados). Para Hannah Arendt esto ya no sería poder, porque no habría nacido de compartir un mismo espacio público, un proyecto y unos objetivos comunes. Además, cuando ese poder privado del que estamos hablando se debilita o desaparece, lo que emerge no es más poder, sino violencia. Desde esta perspectiva, la megalomanía política no es un signo de fortaleza, sino un síntoma de la pérdida de poder real, y resulta muy, muy peligroso. Podríamos llegar a decir, incluso, que la megalomanía es profundamente antipolítica y pasa a ser un espectáculo. Trump, como megalómano, tiene todos los días la necesidad de borrar algo. En palabras de Michel Foucault diríamos que es megalómano porque necesita escenificarse constantemente, hacer un espectáculo de sí mismo y de la inviolabilidad de su pensamiento en el teatro internacional que le observa alucinado. Pero, por mucho que un día él quiera, todo esto, por desgracia, no podremos borrarlo.