Trump y el camino hacia la autocracia

Asistimos incrédulos a la transformación acelerada de Estados Unidos en una autocracia: al despliegue del manual clásico de represión, censura y control de la información; al debilitamiento de los contrapesos institucionales sobre el poder que emana desatado del Despacho Oval, ya un pulso para imponer la voluntad de Donald Trump sobre los tribunales, universidades o administración pública. Todo esto, en los primeros ocho meses de mandato.

Un país como Estados Unidos, que había hecho de la Primera Enmienda la piedra angular de una concepción sin matices ni limitaciones de la libertad de expresión, y se permitía acusar a la Unión Europea de antidemocrática por su regulación de las redes sociales, asiste ahora al despliegue de una cacería de moreno. La cultura de la cancelación dictada desde la propia Casa Blanca ha provocado, incluso, alguna contradicción entre voces republicanas como la del exasesor de George W. Bush, Karl Rove, el senador tejano Ted Cruz, o el comentarista conservador Tucker Carlson, quienes han expresado su preocupación por el precedente peligroso de utilizar la muerte de la ac'.

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Si hay dos estrategias que han acompañado, desde el inicio, la carrera política de Donald Trump han sido la desinformación y la utilización de los tribunales para desgastar al oponente. Ambas confluyen ahora en su guerra contra los medios de comunicación por silenciar la crítica. En poco tiempo hemos visto amenazas con demandas millonarias en The New York Times, el Wall Street Journal, o las cadenas de televisión ABC y CBS; despidos políticos y la imposición de una creciente autocensura en los comentarios posteriores al asesinato de Charlie Kirk; así como el señalamiento de periodistas y comunicadores por parte del presidente y de los miembros de una administración que se ha convertido en un ejercicio constante del arte de la adulación. Cualquier relación con Trump está condenada a alimentar a su ego. Es en este contexto que el ministerio de Defensa, ahora rebautizado como ministerio de la Guerra, ha decidido prohibir que los periodistas que cubren la información del Pentágono publiquen noticia alguna que no haya sido aprobada por el gobierno, bajo amenaza de perder la acreditación si lo hacen.

En el hiperpartidismo exacerbado que exige Trump, la crítica al líder es un desafío inaceptable.

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John MacArthur, presidente de Harpers Magazine, escribía hace tiempo en The Guardian que Trump no es un narcisista sino un "solipsista", es decir, un individuo por el que no existe más realidad que su propio yo. Él es el único punto de referencia. Lo importante para Trump siempre ha sido mantener el foco sobre él. Pero ahora ya no le basta con la apropiación permanente de la agenda mediática a golpe de hiperactividad retórica y política. Ahora, además, ha decidido imponer por la fuerza el relato de su presidencia, amplificado por el algoritmo de las redes sociales y por las más de 2.000 plataformas de contenido, con una imagen muy similar a la de medios tradicionales, creadas en torno a Trump con la voluntad de influir en los buscadores de IA.

Sólo hay un mundo posible, el mundo de Trump, donde realidad y ficción se mezclan al servicio de las percepciones. Toda la comunicación presidencial va dirigida a sus fieles, y la crítica es un estorbo inadmisible. Ante los miles de personas que asistieron este fin de semana al memorial público en honor de Charlie Kirk, el presidente de Estados Unidos confesaba que "odia" a sus oponentes.

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Trump gobierna para los suyos. Y lo hace con la connivencia de quienes el politólogo Francis Fukuyama llama la nueva "plutocracia". Una élite técnico-patriotica que coincide con una determinada visión del mundo: la ruptura de las normas.

Esta confluencia de intereses está acelerando el acaparamiento del poder económico y político: la primera fortuna del mundo, Elon Musk, compró Twitter para convertirlo en un pozo de teorías conspirativas y desinformación; la familia de la segunda persona más rica del mundo —Larry Ellison, fundador de Oracle— es la propietaria de la CBS, y el superrico número tres, Jeff Bezos, controla el Washington Post.

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El dominio sobre los espacios de creación de opinión, digital y tradicional, se ha convertido en el objetivo máximo de la administración Trump y sus aliados. Trump ejerce una presidencia performativa, pero sobre todo vengativa, que ofrece la coartada perfecta a líderes antidemocráticos de todo el mundo.