Trump, despotismo senil

La agenda trumpiana de la semana pasada incluyó la repetición de lo que desgraciadamente se ha convertido en una imagen recurrente: la del secretario general de la OTAN, Mark Rutte, rindiendo vasallaje al presidente de EEUU. Esta vez el escenario era el Despacho Oval, pero el tema de la reunión volvía a ser el de siempre: la fijación del gasto en armamento de los estados miembros de la OTAN en un 5% de su PIB, una obscenidad que sólo busca complacer a la voracidad de la industria armamentística, de la que Trump ha sido siempre defensor acérrimo. La conversación incluyó una especie de excurso, una frase inconexa e inacabada como muchas de Trump, sobre la necesidad de castigar a España con represalias por no haber aceptado el incremento de gasto armamentístico: "Sería fácil... Ya sabes..."

Al día siguiente, Steve Bannon –guru ultraderechista global, y uno de los arquitectos del movimiento MAGA– declaraba a The Economist que Trump es "un instrumento de la providencia divina" y que trabajan –conspiran– para que pueda tener un tercer mandato, pese a que lo prohíba explícitamente la Constitución americana en su vigésimo segunda enmienda. "Le necesitamos", afirma Bannon. El hecho es grave pero no insólito: los déspotas, los tiranos, llegan en algún momento a identificarse con la divinidad y en consecuencia a proclamarse necesarios, imprescindibles, insustituibles. Y eternos, naturalmente. Trump tiene ahora setenta y nueve años: si lograra encadenar un tercer mandato con el actual segundo, al terminarlos tendría ochenta y seis. Si añade un cuarto mandato (¿por qué no?), llegaría a los noventa en el poder.

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En el primer mandato, Trump no logró como lo que de verdad desea: que literalmente todo el mundo, desde sus colaboradores más cercanos hasta los dirigentes mundiales, pasando por los mercados de valores, la prensa y los poderes globales, vivan pendientes y temerosos de cada uno de sus movimientos. De cada uno de sus caprichos. "They kiss my ass": es ésta, y no otra, su concepción del poder. Si Trump, en vez de Maquiavelo, tuviera que escribir El Príncipe, el tratado de filosofía política quedaría con toda probabilidad condensado en estas cinco palabras: "Que me besen el culo".

Errático, voluble, infantil en el sentido más irritante de la palabra. La comunidad internacional simplemente no debería aceptar vivir bajo los designios de un hombre que da muestras de senilidad similares a las que él criticaba a su adversario Joe Biden, pero en su caso, tocadas de volubilidad cesarista. Trump a menudo dice y hace payazos, pero sus payasos se traducen en rupturas sociales, descalabros económicos, desplazamientos de poblaciones o crímenes de guerra. A él le da igual convertir el ala este de la Casa Blanca en una discoteca de nueve mil metros cuadrados, como retratarse en un vídeo lanzando heces desde un caza sobre los manifestantes de las protestas.No kings", cómo atacar la Constitución o el Capitolio. Un déspota es siempre una tragedia para el pueblo que debe sufrirla; un déspota global es una rémora inasumible para la humanidad.