La UE Sant Andreu y los localistas orgullosos

Había ido al Narcís Sala a hacer el minuto de juego y resultado de los carruseles matinales del domingo y aún hoy el campo, la estructura, las gradas, la visera de la tribuna, son exactamente los de hace cuarenta años, si cambiamos ese terreno irregular de riego voluntarioso por el de césped artificial.

Pero no recuerdo haber visto gentíos como el de anteayer. A las seis de la tarde, en el campo del Sant Andreu había más de 4.200 personas para ver jugar al equipo de casa contra el Espanyol B. Familias enteras, muchas más chicas y mujeres que años atrás, hombres mayores que quizás vieron jugar Àngel Mur y Carles Feliu, el hermano de Núria Feliu que murió tan joven, y nuevos catalanes cuatribarrados llenaban el campo.

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Hay mucha afirmación de personalidad propia, de hijos y nietos de los que decían “voy a Barcelona”, y se respira una rebeldía orgullosa de localistas contra franquiciados en el modo en que tras una portería no paran de cantar y animar transformando un partido entre modestos en una cuestión de vida o muerte. Bajo la capa olímpica de la Barcelona global laten identidades vivas como la del Sant Andreu (o Europa, que Gràcia tampoco ha desaparecido del mapa de pertenencias sentimentales).

Al final, hayan ganado o hayan perdido, los futbolistas desfilan por delante de la lateral a renovar el pacto de adhesión con los aficionados. Los niños se asoman a la barandilla a golpear las palmas de las manos de los jugadores con ese ademán de trascendencia infantil que en categorías superiores está quedando como lo único de verdad en un campo de fútbol.

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Hoy comienzan los cuartos de final de la Champions y el Viejo Continente tendrá un tema común de conversación. Pero el alma del juego y el orgullo de colores no son una exclusiva del fútbol en formato de superproducción.