¡Que vienen los nazis!
De un tiempo a esta parte, la política en el Estado español suena a falso. Otra vez. El interés en política de los ciudadanos parece replegarse. Es algo que se palpa en los medios y también en la calle. Apagados los rescoldos de las promesas abiertas en el ciclo anterior, el bipartidismo ha muerto, pero su alternativa en forma de dos izquierdas y dos derechas –ahora que Ciudadanos se diluye– no se mueve mucho de los marcos tradicionales pre 15-M. Lo único que la agita parece ser la amenaza fascista.
Aunque con muchos interrogantes, el primer gobierno de coalición después de la Transición generó algunas esperanzas. Por lo menos, pareció prolongar la atención sobre la vida política tras la moción de censura, las sucesivas elecciones y las complicaciones en la formación de gobierno. Poco tiempo después, lo inusitado de la pandemia generó un nuevo subidón de atención. El último año y medio y hasta hace poco, el debate sobre las mejores medidas para enfrentarla, estimuló la discusión pública. Pero hoy, una vez pasados los momentos más complicados, ha llegado la calma chicha. La política parece aburrir. Todo transcurre por los cauces esperables. Las críticas de la derecha al gobierno, las rencillas en el gobierno siguen un guion previsible. Fuera de Catalunya, ni siquiera la mesa de negociación parece preocupar excesivamente más allá de los propios actores implicados y muy a pesar de los esfuerzos de las derechas que la presentan como las siete plagas de Egipto.
Las recientes agresiones homófobas –una muy real y otra cuya denuncia fue retirada– han servido para llenar portadas estos días. Ataques de este tipo hace tiempo que hay. De hecho, los que sufren las personas trans, sobre todo mujeres, son muy habituales y casi nunca ocupan las noticias. Pero la mayoría de ellas son pobres, muchas se dedican al trabajo sexual, nadie se identifica con ellas. Así que sí, Vox tiene algo de razón cuando dice que se han utilizado políticamente estas agresiones. Hay una apuesta del gobierno por poner en primer plano la amenaza fascista, por culparles de todo para presentarse como alternativa a un posible gobierno donde esté la ultraderecha. La desaparición progresiva de Ciudadanos está haciendo crecer las expectativas del PP de ganar las próximas elecciones, pero también les hace depender de Vox para formar gobierno. Por eso Sánchez apunta ahí: invisibiliza al PP y en el mismo movimiento les demoniza como los que van a pactar con los ultras.
Cuando la política institucional no consigue movilizar interés por sí sola, el marco antifascista es el único que parece mantener las redes y las imaginaciones políticas activas. Pero viene con peaje: el de otorgar constantemente protagonismo a la ultraderecha. Ya sabemos que Vox sabe utilizar muy bien la centralidad que se le otorga como causa de todos los males, también de la homofobia. Este partido se crece en las guerras culturales, es su terreno favorito. Les sirve para mantener a sus bases activas. Así que cualquier espacio mediático que se les conceda saben aprovecharlo. El de estos días les ha servido para experimentar con un discurso homonacionalista por el que las agresiones homófobas –y a mujeres– e incluso la inseguridad, todo es culpa de la inmigración. Demasiados minutos de TV se le ha regalado a Abascal estos días para que esparza sus semillas xenófobas. Para los partidos que integran el gobierno puede ser útil estimular el marco “antifascista”, pero el precio que pagamos todos es el de la normalización de los discursos de odio.
La posición antifascista es una posición de "reacción”. Es una señal de derrota. Cuando los partidos progresistas no consiguen ilusionar por sí mismos, cuando ante la subida de la luz se muestran con pocas herramientas para hacer frente a los intereses de las eléctricas, cuando parece tan difícil sacar cualquier medida que parezca una conquista importante quizás no quede mucho más que gritar ¡que vienen los nazis! “O nosotros, o la barbarie”. Pero la última derrota en Madrid a manos de Díaz Ayuso demuestra que invocar la venida del anticristo no hace ganar elecciones. Los problemas de fondo permanecen. Y no son la inseguridad, la disolución de la nación o la “invasión” de inmigrantes sino la pobreza energética, el desempleo, la explotación laboral y la precariedad o las dificultades de acceso a la vivienda. Temas de los que sin duda le resulta mucho más difícil hablar a un gobierno que dijo que venía a enfrentarlos. Temas que tampoco le gustan a la extrema derecha. Todos ganan.