Vivir bajo un puente, no tener casa
Cuando oyes a los locutores y presentadores hablando de la vivienda (es un derecho, es una emergencia) les adivinas un cierto complejo de rico que no quiere que se note demasiado que lo es y que problemas de vivienda no tiene. Pero cuando sientes a los manifestantes (es un derecho, es una emergencia) les adivinas una cierta visión del mundo donde todos los dueños de piso son ratas egoístas y sin entrañas. Cuando alguno de estos locutores dice “¿Y qué piensan hacer los gobiernos?”, piensas que habla por hablar. No harán nada menos que por el hambre o la pobreza energética. ¿Por qué deberían hacer más por la vivienda que para subir el salario mínimo? Cuando sientes que alguno de estos manifestantes dice que si no se les escucha no van a pagar los alquileres o las hipotecas, piensas que habla por hablar. ¿Por qué los alquileres o las hipotecas, pero no la fruta o el coche o el paquete telefónico (que si bien no es el mayor gasto de un núcleo familiar, sí es el más desproporcionado)?
Vivir el día a día sin saber si ganarás dinero suficiente para pagar, durante 30 años, esa hipoteca es un estrés terrorífico, que no te deja descansar, que te hace dormir siempre con un ojo abierto como los perros. Enseguida le notas a alguien, por cómo se ríe o cómo no se ríe, por detalles como cuáles son sus costumbres cuando va a comprar oa la hora de sentarse en el sofá, si tiene una casa “estable”, si sufre o no sufre por algo tan simbólico como la vivienda. Me he amado mucho todas las casas y pisos donde he vivido, de forma desesperada. Desde pequeña, los nidos en troncos de árbol de los animales de los cuentos me ponían la piel de gallina. “Dormir bajo un puente” era una expresión que decíamos con toda naturalidad para hablar de la vida del vagabundo. Sin querer he transmitido a mi descendencia ese mismo amor a tener casa, pero también ese mismo miedo desesperado a quedarme sin él. Desahucio es la palabra más terrible que puedo oír. No tengo ninguna idea de lo que podría hacerse.