¿Vulnerables o incompetentes?
Cuando escribo estas líneas todavía se desconoce la causa que provocó el gran apagón del lunes y la paralización de toda la Península Ibérica. Sea cual sea esta causa, o causas, las consecuencias son de extrema gravedad y la percepción de vulnerabilidad es enorme. Una sensación que, si miramos atrás, sin embargo, no resulta tan novedosa. Solo en los últimos quince años hemos vivido situaciones de diversa tipología que han demostrado hasta qué punto somos vulnerables, a pesar de pertenecer al mundo más desarrollado.
Observemos la siguiente secuencia: en el periodo 2009-2014 una burbuja inmobiliaria y financiera con epicentro en Estados Unidos provocó que buena parte del mundo se adentrara en una gran recesión, la peor desde el crack financiero de 1929. Las consecuencias fueron brutales: países enteros intervenidos, multitud de empresas cerradas y millones de personas sin trabajo. Todos los estados europeos tuvieron que recortar sus presupuestos públicos, con distinta intensidad según la salud de sus finanzas, pero siempre con repercusiones sobre los servicios públicos y las inversiones. En resumidas cuentas, una época negra, difícil de gestionar, que pasó por encima de gobiernos de signo político muy diferente y que puso de manifiesto hasta qué extremo éramos vulnerables.
La secuencia sigue con el episodio de la covid, en el período 2020-2022: en este caso, un virus insignificante generado en China y velozmente propagado por todo el planeta hizo detener el mundo entero. Millones de personas perdieron la vida, la población quedó muchas semanas encerrada en casa, y se tuvieron que movilizar una cantidad ingente de recursos públicos, muchos en forma de deuda a pagar, para reflotar la economía y ayudar a las familias a subsistir. De nuevo, nuestra vulnerabilidad quedó nítidamente reflejada en el espejo.
La secuencia se cierra estos últimos días, en nuestra casa, con el gran apagón sufrido el lunes. En este caso, a diferencia de los demás, el fenómeno fue más local y menos grave, tanto por su duración como por sus afectaciones, pero la sensación de que todo se puede paralizar en un solo minuto fue angustiosa. Para mucha gente, la paradoja consiste en pensar que cuanto más sofisticada es la tecnología que nos rodea, más pendemos de un hilo, que no controlamos.
Ante situaciones como la que hemos vivido recientemente, resulta legítimo preguntarnos con qué grado de fatalidad y de precariedad debemos convivir. En una sociedad madura y adulta, la población tiene derecho a saber, y los poderes públicos el deber de contar, incluso a riesgo de que las explicaciones no sean simpáticas o agradables de escuchar. Los ciudadanos no tienen conocimientos sobre materias de gran complejidad técnica, y por tanto deben confiar en los responsables de gestionar los temas más sensibles para la vida ordinaria. Si somos vulnerables, debemos saber hasta qué punto lo somos; y prepararnos para mitigar o minimizar nuestra vulnerabilidad.
El apagón del lunes deja preguntas que hay que responder con honestidad, transparencia y solvencia. Por ejemplo, ¿podemos ir a una rápida electrificación con el sistema que tenemos? ¿Qué consecuencias de fiabilidad y calidad del suministro eléctrico tendrá el cierre de las centrales nucleares? ¿Se necesitan más líneas de alta tensión y, en caso afirmativo, cuáles? ¿Cuánto cuestan las inversiones a realizar para mejorar la garantía de suministro, y cómo se pagan?
Han pasado muchas horas desde el apagón general y estamos huérfanos de explicaciones mínimamente solventes. No es lo mismo ser vulnerable que ser incompetente. Cuando un país se detiene durante muchas horas, con las graves afectaciones que conlleva para la vida moderna y para los servicios esenciales, resulta totalmente exigible saber qué ha pasado y qué riesgo tenemos de que vuelva a ocurrir. No hace falta buscar culpables, pero sí identificar a los responsables, tanto en el ámbito técnico como político. Y llegado el momento, depurar las responsabilidades, unas y otras. Cuando un sistema falla estrepitosamente, si no es debido a una fatalidad incontrolable, es necesario hacer cambios de personas y de sistemas. No se puede pretender que no ocurre nada, ni mirar hacia otro lado, ni esconder la cabeza bajo el ala.
Una reflexión final: episodios como el que hemos vivido deberían invitarnos a pensar cómo debemos hacer frente a crisis de seguridad y de funcionamiento sobrevenidas e inesperadas. Unos meses atrás la Comisión Europea recomendó disponer de kits de supervivencia. Más allá de la bromita fácil que se puede hacer sobre este tipo de iniciativas, o de la sensación de alarma que pueden provocar en determinadas personas, el lunes pudimos vivir en carne propia que no se trata de estupideces. Que las radios con pilas y el dinero en efectivo fueran los métodos principales para informarse o para pagar debería hacernos reflexionar sobre los sistemas de reserva que toda sociedad, por muy moderna que sea, puede necesitar para hacer frente a una eventualidad que se escapa de nuestras manos, pero que impacta de lleno en nuestras vidas.