El Cuixart del 'postprocés'
Cuixart no quiere ser un símbolo sino un político. Y esto significa bajar al barro
BarcelonaHay dos Palomas en la calle de La Paloma: un conocido hotel por horas y una sala de baile emblemática. Están a pocos metros la una de la otra y, aparte del nombre, comparten luces tenues, decoración barroca y superficies de terciopelo rojo: la milla dorada del pecado decadentista en el Raval barcelonés. Por desgracia, Jordi Cuixart no presentará su libro en la Suite Deluxe con bañera de hidromasaje (estancia de cuatro horas: 60 euros; toda la noche: 72) sino en la otra Paloma. Hecho que resulta igual o más extravagante: bajo las pinturas del techo de Salvador Alarma i Tastàs, que fue escenógrafo del Gran Teatre del Liceu, entre camareros con esmoquin y cortinas de un burdeos sugerente, Cuixart nos quiere hablar de desobediencia civil y de la lucha no-violenta. El acto empieza con un cuento explicado con sombras chinas sobre un niño que no dejaba dormir a un malvado dictador porque siempre decía la verdad, y es como estar dentro del mito de la caverna y una película de David Lynch a la vez.
He mentido: el libro de Jordi Cuixart habla de desobediencia civil y la lucha no-violenta, pero la presentación de Aprenentatges i una proposta (Ara Llibres), no. Buena idea, porque a veces pasa que si te hablan demasiado del libro, acabas perdiendo las ganas de comprarlo. Y cuando se acabe la hora y media de parlamentos, hay una mesa llena de ejemplares para vender y para que Cuixart los firme. Una vez me explicaron que cuando detuvieron a Oriol Soler a raíz de la investigación sobre Tsunami Democràtic, el miembro del Estat Major y director de SOM, la empresa matriz de Ara Llibres, envió un correo a sus trabajadores que decía: “Contra la represión, facturación”. Es un lema por el cual Catalunya saldría a la calle.
¿Pero que se hace esta tarde, aparte de vender libros? Hay políticos, pero no es un mitin. Las cámaras de los telediarios no pincharán un minuto clave con llamamientos a volver a hacerlo. Hay actuaciones de danza contemporánea en los interludios, pero no es un acto estrictamente cultural. Yo diría que es un ritual de transición entre el Cuixart mesiánico que reclamaba la primera Diada en libertad y el Cuixart más sobrio que veremos en el postprocés. Los presos han sido indultados y la indignación moral de los lazos amarillos ya no quema igual. Si hacemos caso de lo que nos dijo en La Paloma, Cuixart no quiere ser un símbolo sino un político. Y esto significa bajar al barro, tal como hemos podido ver esta misma semana, en la que Cuixart rebatió unas declaraciones de Clara Ponsatí sobre si hace falta un nuevo referéndum, tal como propone el presidente de Òmnium en el libro, o ya fue suficiente con el del 1 de Octubre, como siempre ha sostenido Ponsatí. La grieta se repitió en el mismo acto, en el que un mensaje grabado de Marta Rovira explicitaba que tendremos que volver a votar, mientras Carles Puigdemont hablaba de conseguir “el reconocimiento internacional de la República que proclamamos todos en 2017”. Las filigranas para satisfacer a todo el mundo hacen hervir la cabeza.
El latido de la prisión
Lo único que late con fuerza bajo tanta escolástica es la prisión. Casi todo el acto se invirtió en recordarla y justificarla como estrategia. Consiguientemente, el titular que más ha corrido a raíz del libro no es solo que hay que hacer un nuevo referéndum “sin adjetivos” sino que, cuando se haga, “hará falta que haya más gente dispuesta a ir a prisión para defenderlo”. Si el 1-O “no estaba prevista la posibilidad de resistencia no-violenta para mantener y defender el resultado de las urnas”, el Cuixart del postprocés abandera la misión de preparar el independentismo para justamente esta posibilidad. Y si bien es legítimo que el mismo Cuixart que llamó a la gente a retirarse ante la conselleria de Economía haya cambiado de opinión, un buen principio sería empezar a concretar y abandonar el lenguaje que hace años que arrastramos, tan barroco y antipolítico como el decorado de La Paloma.