¿Dónde está nuestra puntualidad?

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Un detalle de la manifestación de esta tarde a las calles de Barcelona

BarcelonaDeben de ser las tres y media que cojo el tren hacia Barcelona. En la megafonía de la estación dicen que "con motivo de la Diada" habrá más frecuencia de paso, pero los vagones no van llenos. Claro que otros años más efervescentes ya habíamos ido a comer a Barcelona, de forma que nos comíamos los canelones a la una y, teniéndolos todavía en el gaznate, nos poníamos la camiseta y salíamos hacia el tramo, donde previamente nos habíamos apuntado. Hoy es todo más libre. No parecemos catalanes.

Bajo Rambla abajo. Hay gente con la estelada atada a la espalda, un clásico. El Pull and Bear está abierto y en la terraza del bar Canaletes unos guiris sorben cerveza. En el cartel del establecimiento dice: "We are not another paella restaurant. The real Catalan culture". El Canaletes tiene una historia bonita que viene de lejos. Digamos solo que fue una especie de oficina del Barça, y que en los años treinta, el dueño, Esteve Sala, contrató a Miguel Boadas, que volvió de Cuba especializado en coctelería, y que antes de montar su local (el Boadas) trabajó en el Moka, el Maison Dorée y el Núria.

"Ei, que venimos del Fossar de les Moreres", me dicen un grupo de señores. Toni, Mateu, Carles y Jordi. "Nosotros somos de Meridiana Resisteix, y ahora íbamos a echar una copa al Pastís", me dicen. "Os acompaño", digo yo. Y vamos para allá. "Nosotros, como Gramsci –me dicen–, pensamos que se tiene que cambiar el optimismo de la voluntad por el pesimismo de la razón". Pero el Pastís está cerrado. El bar irlandés de la misma calle, The Wiloro, está abierto, pero lleno de gente que mira la Fórmula 1. "Sold out", nos dice un camarero. "Quizás vamos al Bosc de las Fades", propone Toni. Se refiere al bar del Museu de Cera. Acabamos allá, a pesar de que está llenísimo de gente. Me invitan. Me voy a Colom.

El Passeig Borbó está cortado (quizás será el único momento de la vida que veremos un Borbón de este modo) y las señoras sientan en la acera con el abanico en la mano. Junto a las golondrinas hay un mercado de viejo, lleno de cascos de la República con el lema "No pasarán". Se me acerca un matrimonio. "¿Esto empieza ya?", me pregunta ella. "No lo sé", respondo yo. Y saca el móvil y amplía una imagen con los dos dedos. "Aquí dice que es aquí, el principio –exclama ella–. Es que si no lo sabes tú..."

Unas señoras de canas, estas sí, con la camiseta de la ANC, ponen carteles encima de un banco de piedra para que quien quiera los coja. "Fuera botiflers, ni aquí ni en Madrid", leo. "Ayudadme a repartir –pide una de las señoras–, que si no queda todo muy desdibujado". Un helicóptero nos sobrevuela, pero esta vez nadie se fija mucho. Otros años, todo el mundo los silbaba. En el suelo hay unos papeles, pequeñitos, de color blanco, donde pone: "Papel. Suelo". Es la broma recurrente. En las manifestaciones de los catalanes, nunca ni un papel en el suelo. Son las cinco y veinte y todavía baja gente por la Rambla. Un señor con un chaleco de esos de ir a correr, con una botella de agua a cada lado y la estelada en el brazo, como quien llevara una chaqueta, baja por la Rambla.

Subo Rambla arriba y veo que dos o tres manifestantes se han parado antes de ir al trabajo, en el Rocambolesc, la parada de helados de los hermanos Roca. Oigo ruido. Los de Jovent Republicà bajan hacia Colom: "Si la patria quieres ganar, Jovent Republicà", grita uno de los chicos, con un megáfono. Pero se nota que ha tenido una noche complicada y que las cuerdas vocales no están del todo a punto. Son las cinco y veintinueve. ¿Dónde está nuestra puntualidad?

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