Barcelona era una ciudad muy cómoda
Hace veinticinco años unos cuantos empezábamos la carrera de arquitectura en el Etsab, en la ciudad de los arquitectos, en palabras de Llàtzer Moix. El alcalde Maragall se había ido, pero aprendimos caminando por su legado, las investigaciones del Laboratorio de Urbanismo de Barcelona y las reservas de suelo público de Joan Anton Solans.
Superada la etapa olímpica, había tres grandes proyectos de transformación: el del Fòrum, que empezó y terminó muy rápidamente. El del 22@ Poblenou, que estaba inspirado en las investigaciones de Borja, Castells o Saskia Sassen sobre las ciudades globales y la sociedad del conocimiento. Y el de la Sagrera, donde todavía hoy no paran los AVE. Nadie sufría por el dinero, es curioso. Se hacían unos cálculos de inversión en los que todo encajaba: la venta de los pisos resultantes pagaría con creces el cambio de las vías y el cajón ferroviario; rápidamente se cubriría con una gran losa de hormigón, y encima se construiría un gran parque, que se anunció que se acabaría el año 2004. Entonces se hablaba de fronteras urbanas, paisajes artificiales, flujos, redes, economía de las aglomeraciones y de grandes corporaciones tecnológicas que crearían puestos de trabajo que se iban al Magreb o al Sudeste Asiático para disminuir costes de producción.
A las bibliotecas íbamos a fotocopiar libros o pedirlos en préstamo, y había menos que ahora. En la Facultad de Arquitectura nos interesábamos por la transformación del puerto de Ámsterdam en barrios residenciales y por los edificios y dibujos de Álvaro Siza, y en la revista Quaderns publicaban juntos arquitectos de la talla de Rafael Moneo y Hashim Sarkis, por citar algunos nombres.
Era recurrente la polémica de que la Escuela de Arquitectura se trasladaría al Besòs, al otro lado de la Avinguda Diagonal, que hacía pocos años que se había abierto al mar. Era por eso de predicar con el ejemplo e introducir mezcla y diversidad en los barrios históricamente segregados. Pero, hoy, el Etsab sigue en Les Corts y el Campus Besòs de Sant Adrià sigue teniendo parcelas vacías.
Barcelona era una ciudad muy cómoda para ir a pie o en metro a todas partes, pero yo me compré una moto. El Passeig de Gràcia tenía librerías como la Jaimes, tiendas como Vinçon, el Servei Estació o el Bulevard Rosa. En las calles del Eixample había más ferreterías, colmados, cines y droguerías y muchos menos restaurantes y hoteles de lujo. Las ventanas, en casa, no tenían los aislamientos y los grosores que tienen ahora, de manera que se oía todo, especialmente en las noches de verano. La logística urbana abastecía a comercios y restaurantes, pero no había delivery en cada domicilio. Había vendedores en la escalera de la finca, como por ejemplo los congelados: llamaban a todos los interfonos, podías hacer el pedido en ese momento y, si lo tenían, te lo bajaban del camión. Por lo demás, llenábamos la nevera caminando o yendo al Pryca del aeropuerto, porque allí era fácil aparcar y tenían de todo.
Mi profesora de francés, que tenía familia en Amposta, se refería a Renfe como "Rogamos Empujen Nuestros Ferrocarriles Estropeados", pero los barceloneses éramos ajenos al problema porque todavía no habíamos ido a vivir a provincias.
La vivienda, entonces, tampoco nos parecía un problema. Había pisos de alquiler que podíamos pagar si compartíamos, trabajábamos simultáneamente en más de un trabajo y ni olíamos el estallido de la burbuja de unos años después. La vivienda protegida la hacían los sindicatos, pero todo el mundo lo criticaba porque no les tocaría nunca a ellos, un piso de estos… ¡Qué poca vista!