Barcelona: cuando una ciudad te hace y te deshace

Con dieciocho años me perdía a diario en el metro. Ahora, en treinta, me he recorrido más partes de Barcelona que la media. Trabajos a puerta fría, pluriempleos entre clases universitarias y recitales en colegios, centros cívicos y bibliotecas marcaron la diferencia. Como decisión, Barcelona ha sido una de las mejores de mi vida. Como sueño, ha sido un reto. Una ciudad que se viste de promesas cuando la miras por primera vez: cosmopolita y aparentemente abierta. Pero con un aterrizaje abrupto y agridulce. Sigo aterrizando en muchos sentidos, y con esto se lo digo todo.

Vengo de un pueblo valenciano, donde fui principalmente castellanohablante; aquí encontré un entorno mayoritariamente amable y alentador cuando mostré interés por mejorar mi catalán. Sin embargo, la lengua se traba más veces de las que merece cuando el alma se agota a base de golpes inesperados. Un día cualquiera de clase, un profesor universitario pronunció mal mi nombre y, frente a noventa almas, concluyó que yo era "muy exótica". La única mora en el grado de publicidad de una universidad tan catalana como la Pompeu –¡qué cosa!

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Durante años, seguí andando la ciudad esperando que, si tocaba los pies en el suelo, arraigaría a pesar de los empujones de las masas que también lo intentan a medida que hay menos pan y casas para todos. Me he adaptado a muchas dinámicas, incluso a las tóxicas, cómo vivir en once viviendas distintas, de ocho barrios diferentes, en trece años. Haga el cálculo, por favor, de las veces que ha cambiado el nombre de mi médico de cabecera. Por eso encuentro gran satisfacción en lo que puedo controlar, como no saltarme semáforos. El ritmo de los peatones en la gran ciudad es lo que resistiré siempre como hija de pueblo.

Y con los años también celebro con mayor fuerza los brazos y las mentes abiertas. Como hija de migrantes, son aliados necesarios que abren puertas que normalmente nos están cerradas: trabajar en el Ayuntamiento de Barcelona o subir a escenarios de la cultura catalana que, poco a poco, amplían y enriquecen las historias y voces que los ocupan. Aliados necesarios e importantes para que no me tiemble la voz cuando una señora me dice que he de sentirme muy afortunada de compartir cartel con nombres tan relevantes de la literatura catalana. Por supuesto, no mi nombre.

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En esta línea discontinua de saltos y caídas que te dan y te deshacen, seguimos. Este 2025, con mi primer libro publicado originalmente en catalán y castellano, celebrando la segunda edición de Madres migrantes en pocos meses, o que esté presente en tantas librerías y bibliotecas de mi casa. Intento ignorar las dos o tres veces que le han catalogado como literatura extranjera. Por supuesto, por mi nombre. Anecdótico, pero no menos destructivo. Y seguiremos, nadando tranquilamente o manteniéndonos flotando a contracorriente, pero conscientes de que pertenecemos a este mar sin necesidad de ser validadas por todos los peces. El proyecto vital crónicamente trasladado de una maleta a otra, y mientras escribo estas líneas buscando mi "hogar" número doce, aceptando a regañadientes que probablemente ya toca salir de Barcelona.

Como el paso del tiempo no consigue arraigar por completo mis pasos, al menos controlo el ritmo y camino pausada. Así que, si ves a una joven tozuda, parada en un paso de peatones que te invita a saltártelo porque no hay coches que amenacen, sonríe en lugar de juzgarla. Quizá ese gesto es el que la mantiene flotando, sin ahogarse, y amando a Barcelona.