"En la calle quien tiene un cartón tiene un tesoro"

Una encuesta de Arrels entre los sintecho apunta cómo la pandemia agrava la situación del colectivo

Marta Rodríguez Carrera
y Marta Rodríguez Carrera

BarcelonaFalta media hora para el toque de queda nocturno y la Plaça del Macba del Raval de Barcelona se vacía muy poco a poco de los jóvenes que se han pasado toda la tarde bebiendo y patinando. A pocos metros de ahí, en la calle Elisabets, ya empiezan a aparecer los primeros cartones, mantas y algún carro lleno a rebosar de ropa o de chatarra. El toque de queda que marca el camino hacia una casa, con techo, marca también el momento en el que las personas que viven en la calle se desplazan hacia el punto donde pasarán la noche. La casa sin techo.

Se hace pesado, dar vueltas por la ciudad durante todo el día buscándose la vida hasta que se encuentra cierto reposo encima de un cartón. Mohamed Laauina apura un pitillo hablando con su compañero Víctor Vicente bajo el soportal de la Plaça Vicenç Martorell antes de cerrar los ojos e intentar descansar, ajenos al ruido que hacen un grupo de personas sintecho. Laauina lleva 20 de sus 44 años en España y cinco en la calle, después de haberse quedado sin trabajo y haber perdido "la fuerza, el corazón, todo" malviviendo en las calles. Hoy le tocaba ducha en los servicios del barrio de Navas. Más de cuatro kilómetros de ida y de vuelta. Unos kilómetros más para tener un plato caliente en un comedor benéfico del Born. A las diez de la noche dice que está cansado del día, pero también que ya no puede más "de aguantar y de estar en la calle" para tener que estar alerta, "con un ojo abierto" porque, a pesar de que no tiene "nada", le da miedo que le quieran robar y sobre todo que le hagan daño si lo encuentran con la guardia bajada.

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Hace unos meses que encontró este rincón de la plaza, donde ya estaba Víctor Vicente, extrabajador de la Nissan, "con un problema de drogadicción con la cocaína" que le hizo perder el trabajo y la familia. Su actividad principal durante el día es "andar, andar y andar". Tumbado, y dentro del saco de dormir, explica que tiene 54 años y que en la última década duerme en albergues u hostales cuando tiene dinero y que si no, como es el caso de ahora, en la calle.

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El hombre empezó bajo un techo el confinamiento de la primavera, pero acabó durmiendo en la calle, primero en la Barceloneta y después en esta zona del Raval. "No había nadie por la ciudad, solo yo en esta plaza", dice, y recuerda los días en los que se cerraron todos los servicios de comedor y los bares. "Tampoco había cartones", dice, y explica cómo es de importante encontrar uno nuevo y limpio, a menudo porque la humedad "es mortal para los huesos" y su uso hace que enseguida sea "inservible". La pandemia, por la reducción de la actividad comercial, ha hecho del humilde cartón un valor al alza para los que duermen en la calle. "Un cartón nuevo es un tesoro", dice Vicente, que ha comprobado en su propio cuerpo cómo sobrevivir a la intemperie "machaca, y mucho".

Como Vicente y Laauina, que juntos suman 15 años en la calle, 365 personas más que viven en las calles de Barcelona respondieron a la encuesta que ha hecho la Fundació Arrels para conocer cuál ha sido el impacto de la pandemia en el colectivo. La entidad reclutó recientemente a 750 voluntarios que a partir de las ocho del anochecer tenían que ir a encontrar sintechos, mapa en mano, para localizarlos e identificarlos. La consigna antes de salir por las calles es no despertar a quien esté durmiendo y ser muy respetuoso a la hora de hacer las preguntas.

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Nueve de cada diez entrevistados son hombres y, de media, tienen 45 años. Tres cuartas partes han nacido en el extranjero y el 14%, en Catalunya. La mitad de los que respondieron a la encuesta afirman que su situación personal ha empeorado debido a la pandemia, y para un tercio más continúa igual de precaria que siempre. Los voluntarios han localizado a 867 personas, una cifra muy inferior a los 1.239 que se identificaron en mayo y que para Arrels no recoge la fotografía real porque, debido al toque de queda, la acción se tuvo que hacer entre las ocho del anochecer y las once de la noche, cuando todavía hay mucha gente que no se ha plantado en el lugar donde pasará la noche.

A pocos metros de donde Vicente y Laauina intentan dormir, otro grupo de sintechos tienen la noche más animada. En el centro hay un colchón con muchas noches encima que Sonan Singh ha conseguido "por ahí" y mantiene como una carísima reliquia. Mientras no se decide a dormir, su compañero Khalid Arsalan participa en la animada conversación tumbado, consciente de que los minutos pasan y de que su destino inmediato es dormir en unos cartones viejos porque esta noche no ha buscado otros. Dice que "los educadores de calle no salen a las calles" para ofrecer ayuda, así que durante estos meses se han espabilado buscando los servicios que iban abriendo.

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A Carlos Reyes, un mexicano de 42 años comercial de profesión, el alcohol lo dejó primero sin trabajo y después sin familia, porque su mujer lo echó, harta de que todo se lo llevara la botella. No le reprocha nada, e incluso se muestra comprensivo porque de vez en cuando le echa una mano con dinero o le compra ropa, como la cazadora que lleva en esta noche en la que en Barcelona ya ha empezado a hacer frío. Carlos estrenó la vida en la calle justo cuando acabó el confinamiento duro y no había nadie para pedir ayuda, y señala que ya se ha dado cuenta de que la ley de la calle es la del más fuerte. "Me he deteriorado estos meses en la calle, mi cuerpo se ha resentido de no dormir, de comer mal", afirma.

Se queja de que no ha conseguido encontrar ninguna ayuda, porque cuando va a la oficina del distrito le piden que pida "cita previa", un trámite que le es imposible porque, como muchos de los que sobreviven en la calle, no tiene teléfono móvil, y todavía menos con conexión a internet. "Lo único que quiero es actualizar mi documentación, porque con el NIE –el número de identificación para extranjeros– no tienes posibilidad de tener trabajo ni de optar a que te reciba la asistenta social", dice. Lleva una manta a todas partes –"es lo único de valor que tengo"– y confía en que dentro de unos días su vida mejore. "Los lunes se sacan los colchones viejos a las calles", explica.