La Patum, el único caos donde todo el mundo va a una
Berga recupera su fiesta con una asistencia masiva y sin temor a la enésima ola del coronavirus
BergaUn alud humano obliga a parar el baile de gigantes en la plaza Maragall. Los de seguridad, los de la comparsa y los músicos intentan poner orden, pero es poco más que imposible. No sería el único momento con complicaciones del pase del miércoles. El jueves, en la plaza de Sant Pere, también se tendría que pedir por megafonía ayuda ciudadana en los bailes del Àliga y de los Nans Nous. Y en los de los Plens, claro. Berga esperaba con tanto entusiasmo la Patum que por poco no muere de éxito. Un gentío de miedo y muchos litros de barreja –la bebida típica de la fiesta– para celebrar que, dos años después, todo vuelve a ser como antes.
La expectación era máxima incluso mucho antes que se diera el pistoletazo de salida, en el pasacalles del miércoles por la mañana. Dos domingos antes, en la salida del Tabal, la ciudad ya se había llenado de simbología patumera y algunas tiendas empezaban a ver como los stocks bajaban como nunca. "Qué gentío, ya no nos quedan camisas de dos tallas", dicen en una de las tiendas de la Patum, a pocos metros del epicentro de la fiesta.
Una Patum con cuatro aniversarios
Es un año especial, porque la Patum vuelve después de dos años de ausencia y porque cuatro comparsas –Tabaler, Turcs i Cavallets, Guita Grossa y Maces– celebran los 400 años. En realidad, tenía que ser en 2021, pero como entonces no hubo fiesta oficial por la pandemia todo se ha concentrado en esta edición.
En realidad sí que se había hecho Patum, a pesar de que en la clandestinidad. En 2020 y 2021, los berguedanos la organizaron por su cuenta; y el jueves de Corpus, a pesar de que la plaza de Sant Pere estuviera vacía, en muchas azoteas, locales y garajes se escuchaban las músicas características de la fiesta y explotaban los fuets –los petardos típicos de la Patum– que se habían comprado a hurtadillas. Quizás por eso este 2022 todo el mundo tenía tantas ganas. Porque nadie lo había olvidado y quería sentirla como lo había hecho toda la vida.
Una Patum multitudinaria
En un primer vistazo, la plaza podría parecer llena, pero alguien dice que no, que todavía cabe el doble de gente. Así es Berga y así es la Patum, aquella fiesta genuina que no se entendería sin la complicidad de los miles de seguidores que la rodean. No ha habido ningún acto sin una asistencia masiva y eso que hacía un calor de mil demonios y un sol despampanante, solo apto para los más valientes. Ni el recuerdo de la pandemia ni el temor a la enésima ola han frenado una celebración en la que no existen las distancias de seguridad ni las mascarillas.
Con el calor, la sed. Y con la sed, la barreja: la bebida típica de una fiesta Patrimonio de la Humanidad que tiene tanta magia como mística. La combinación, a partes iguales de anís y moscatel, es un aliado azucarado para recuperar fuerzas y a la vez un demonio traidor que sube a la cabeza cuando la gente menos se lo espera. Especialmente, quien no está acostumbrado. Por culpa de la pandemia, este año entraban en la plaza tres generaciones de patumeros y se corría el riesgo de que la bebida hiciera estragos. Así fue, en buena parte. Afortunadamente, sin embargo, la sangre no llegaba al río. Quizás porque la Patum es el único caos donde todo el mundo va a una.
El miércoles la fiesta acabó a las cuatro y media de la madrugada
El miércoles a mediodía era el turno de los niños, con un pasacalles con el tabaler y los cuatro gigantes. Aunque en realidad había media ciudad. "Hay gente que no la ves nunca jamás a estas horas", dejan caer desde el Ayuntamiento. Pasó lo mismo con la salida del Tabal, con la Patum del barrio de la Pietat y con los Quatre Fuets, actos previos que fueron multitudinarios. El miércoles por la noche, tres cuartos de lo mismo. Gente, empujones y la sensación de que aquello no se había visto nunca. Quién sabe si porque realmente se trataba de una Patum extraordinaria o si, en realidad, porque los dos años de abstinencia habían nublado la memoria de los patumeros. La fiesta empezó a las ocho y se acabó a las cuatro y media de la madrugada.
El jueves al mediodía tocaba fichar a las 12. La plaza estaba abarrotada. Día de Patum de Lluïment, de vestirse con camisa y de llevar gafas de sol. Hacía un calor de justicia que, a pesar de todo, no asustaba a nadie. Ni tampoco el jueves por la noche, donde la fiesta se alargó casi hasta que salió el sol. Los aniversarios –las Maces saltaron llenas de fuego y la Guita Grassa dio un salto con música y coreografía– sirvieron todavía más de reclamo. Gente, empujones, algunas quejas y todas las dificultades del mundo para saltar. Pero, y aquí está la magia, ningún incidente. De hecho, la Policía Local, que recoge diariamente las incidencias, presentaba una de las hojas menos conflictivas de los últimos años.
¿Y los conciertos? Se acabaron haciendo, a pesar de que un juez los había paralizado porque se hacían delante de una residencia para la gente mayor y con un volumen excesivamente alto. Lejos de desobedecer, el consistorio acabó acatando la resolución y avanzó el horario, respetando todas las normas. No hay que decir que la medida, que respondía más a intereses personales que colectivos, fue recibida en la ciudad como un puñetazo en el estómago. El objetivo era atraer a público joven y evitar aglomeraciones y posibles conflictos en la plaza de Sant Pere, la plaza de la Patum. El objetivo se cumplió a medias, pero no pasó nada noticiable. Las atracciones de Vall y las pantallas gigantes desde donde se podía ver la transmisión en directo de la fiesta acababan absorbiendo el volumen de patumeros que no podían estar en el meollo. Pocas veces una Patum tan esperada y alocada ha acabado siendo tan cívica.