Salud

Jóvenes e ictus: así es la vida después de la enfermedad “de la gente mayor”

Aumentan los casos antes de los 50 años, también entre menores, y las secuelas condicionan la vuelta a la escuela y al trabajo

Barcelona“Tenis, pádel, esquí, natación. Lo hago todo”, explica Albert Blancafort, de 15 años. Aparentemente, nada hace pensar que sufriera un ictus a los 10 años. “Estaba haciendo una prueba de cálculo y, de repente, me quedé en blanco y me dolía mucho la cabeza, como si tuviera agujas pinchándome desde dentro del cerebro”, recuerda. La profesora se dio cuenta de que no se movía bien, le cogió a hombros y llamó a emergencias. Éste es uno de los últimos recuerdos que tiene del episodio que le cambió la vida de la noche a la mañana. No supo que le llevaban al hospital en helicóptero ni que le operaron de vida o muerte hasta que sus padres se lo contaron. Pero sí ha sido consciente del trabajo intenso y continuado que ha tenido que realizar los últimos cinco años para rehabilitarse.

“El riesgo de sufrir un ictus aumenta con la edad, pero el peso de los jóvenes en el cómputo total de casos no es nada despreciable”, explica el neurólogo del Institut Guttmann Raúl Pelayo. De hecho, la Sociedad Española de Neurología estima que los casos en jóvenes han crecido un 25% en los últimos 20 años. “Quizá sea porque se diagnostica más y mejor, pero tenemos indicios para creer que el ictus es más frecuente. En la gente mayor, por el envejecimiento; en la joven, por malos hábitos de vida, como el alcohol, o la contaminación. Pero no existe una causa clara”, dice Pelayo.

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En el Institut Guttmann se hace rehabilitación de alta intensidad, lo que hace que se atienda a un volumen elevado de pacientes menores de 50 años. Generalmente –y dependiendo de la gravedad de la lesión– responden mejor. El enfermo llega con diversas afectaciones, algunas graves y otras más sutiles. En función del lugar de la lesión pueden sufrir trastornos del lenguaje, de la movilidad o del procesamiento cognitivo (como la memoria o la coordinación), o más de uno a la vez. El ictus es un cambio radical y no esperado, y los enfermos suelen vivirlo con miedo y con muchas dudas. “Tiene un impacto funcional muy grande en la vida posterior, en la escolarización y el trabajo. Hay personas que desde afuera piensas que están bien: caminan o hablan bien, pero tienen problemas de concentración, faltas de atención, apatía, problemas de memoria o incapacidad ejecutiva. Hay que apuntarlo todo, o no pueden seguir una conversación”, ejemplifica el neurólogo.

Meritxell, psicóloga y maestra de primaria, sufrió un aneurisma cuando tenía 27 años. Una noche intentó levantarse de la cama y no pudo. Tenía la parte derecha inmovilizada y la boca torcedura. Los médicos le preguntaron si había bebido en exceso o si se había drogado. Nada de eso. Tenía un aneurisma gigante en la parte izquierda del cerebro. “Había riesgo de que reventara y me sedaron para que no me moviera”, rememora. Ya no recuerda más. “Con el ictus todos pensamos en personas mayores. Que me pasara tan joven era muy chocante; yo era una chica sana”, explica. La afectación inicial fue grave. Confundía palabras con la misma primera sílaba –quería decir cama y decía libro–, iba en silla de ruedas y no podía mover la mano derecha. “Me decía que volvería a la escuela antes de que terminara el curso; que en una o dos semanas estaría al máximo. Pero cada vez era más consciente de que lo que me había ocurrido era grave”, explica.

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Albert pasó tres semanas intubado y cuando despertó volvía a ser un bebé. “Respiraba, pero tuvo que reaprender a comer, iba con pañales, no se movía nada”, recuerda Álex, el padre. El día que sonrió fue un hito extraordinario. “Aún vivo con incredulidad y sorpresa pensar que mi hijo de 10 años sufriera un ictus; 24 horas antes estábamos jugando”, admite. Y hasta que no pasaron cuatro semanas no pudo abrazarle: “La primera vez que lo hice fue a rehabilitación, cuando nos sentaron en el suelo y tenía que aguantarle la espalda con mi cuerpo” . Desde entonces, cualquier actividad la han incorporado a la rehabilitación: desde subir una escalera hasta mantener la higiene personal, hacer sudokus o jugar.

Trabajo y escuela

Los primeros meses después de un ictus son decisivos y se necesitan muchos profesionales: fisioterapeutas, terapeutas ocupacionales, neuropsicólogos, logopedas, psiquiatras y trabajadores sociales. Pero no existe una fórmula mágica y los especialistas deben reunirse caso por caso para fijar unos objetivos realistas para cada paciente. “Nos preguntamos: ¿qué podemos esperar a que este paciente consiga en las próximas semanas? Y a partir de ahí hacemos un plan de trabajo”, indica Pelayo. Si el objetivo más realista es que pueda recuperar el lenguaje, se potencia la labor de logopedia. Si la intención es volver a andar, se intensifica la fisioterapia. Pero todo interacciona: las lesiones cognitivas influyen en la esfera motora y ésta, en el lenguaje.

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Ahora bien, una cosa es reaprender habilidades, como ocurre con los adultos, y otra aprender de cero una función cerebral después de una lesión , como ocurre con los niños, subraya Antònia Enseñat, neuropsicóloga del Guttmann. Puede llegar un niño de seis años que ha sufrido un ictus por una malformación, en un momento en que el cerebro se está desarrollando, y que su evolución lectoescritora sea más rápida, pero también tenga mayor riesgo de sufrir secuelas a largo plazo. Y adultos que logren volver a un punto bastante parecido al de antes del ictus, pero que arrastren problemas de concentración, de memoria y atención que les impidan volver al trabajo. Las evaluaciones neuropsicológicas continuadas sirven para detectar funciones alteradas que no se detectan a simple vista.

La rehabilitación es también un proceso de reconstrucción de la identidad. La persona puede que deje su trabajo, como Meritxell. “Te sientes una carga para la familia porque ves que todo el mundo está muy preocupado por cómo será tu futuro. Es muy fuerte”, dice ella. Con mucho esfuerzo, vuelve a andar y ha restablecido la capacidad de expresarse, pero sigue sin movilidad en la mano derecha y no se ha reincorporado al trabajo. Dice que con el tiempo ha encajado ese cambio de vida e intenta que no tenga tanto protagonismo en su día a día. “He aprendido a vivir con esta discapacidad, ni me doy cuenta de que la tengo. He realizado un proceso de autoaceptación. No he podido ser profe? He hecho voluntariados con niños y cuido de mi sobrina”, dice.

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Albert arrastra dos secuelas: problemas de memoria y un campo visual reducido en un 75%. No puede leer letras demasiado pequeñas y necesita ciertos espacios y márgenes para poder concentrarse y leer. Una de las primeras preguntas que hizo la familia fue si podría volver a la escuela. Por su evolución, Enseñat realizó una intervención hablando con sus profesores para que prepararan planes adaptados. Sus compañeros y maestros esperaban encontrarse con Albert de siempre, pero ahora era un nuevo Albert. Según sus padres, él es muy perseverante y sólo tienes que decirle que no puede para demostrar que sí puede hacerlo. Saca buenas notas. “Yo creo que estoy bien. Tengo claro que antes estaba peor”, asegura Albert.