En uno de mis viajes al Gran Norte había contemplado un maravilloso crepúsculo que parecía no tener fin. Sentado en la cima de una colina sobre los fiordos, sabía que la noche llegaría, pero también sabía que el paso de la luz del atardecer a la oscuridad de la noche sería largo y suave. Seguro que la noche me atrapará algún día –pensé–, pero me gustaría adentrarme lentamente y sin miedos. El canto de los gajos, el transbordador que pasa; las nubes blancas que, poco a poco, se van teñiendo de amarillos, rojos y naranjas; el adiós de un grupo de chicas bellas de ojos brillantes, con coronas de flores y velas encendidas entre sus cabellos rubios.
La duración del crepúsculo varía según la latitud del lugar en el que nos encontramos; es muy corta en los trópicos, donde la transición del día por la noche es muy rápida, pero es muy larga en veranos del círculo polar. Me gustaría un crepúsculo de círculo polar tan cercano al solsticio de verano como fuera posible, naturalmente.
Por otro lado, los crepúsculos de círculo polar tienen otra característica importante, ya que suelen ir acompañados de cambios, en ocasiones muy espectaculares y curiosos, en la iluminación y coloración de la parte del cielo por donde se pone el sol. El fenómeno se debe a la refracción y dispersión de la luz solar que tiene lugar en las diversas capas de la atmósfera y el número y heterogeneidad de estas capas, así como al mayor o menor grado de humedad del aire. Me gustaría, por tanto, si fuera posible, no sólo que mi crepúsculo fuera largo, sino también que fuera bello, es decir, que contara con muchas capas muy heterogéneas y un buen nivel de humedad –generoso, me atrevería a desear– a la atmósfera que deba acompañarme hasta llegar al puerto de las estrellas.
Y que la noche llegara sin que me diera cuenta, junto a mi compañera Àngels, con la que, con los tiempos que corren, ya pronto podremos conseguir el récord Guinness de pareja estable; de mi hija Mireia, de mis nietos Marc y Jordi, y también de los amigos, como tantos de vosotros, con los que mantengo lazos afectivos.
Quisiera ser recordado no por mis escritos o palabras, más o menos acertadas, sino como un hombre que, pese a sus errores y limitaciones, ha intentado estar cerca de los demás hombres y, como profesor, aprender de los enfermos, de sus colegas psicólogos o de otras disciplinas y, muy importante, de sus jóvenes alumnos.
Simone de Beauvoir escribió que en los últimos momentos de un moribundo puede encontrarse el absoluto. Yo no sé qué es lo absoluto ni tengo demasiadas esperanzas en otra vida, pero me gustaría sentirme en paz con todo el mundo. Os quiero pedir perdón, a todos ya cada uno en particular, por lo que he hecho mal y, más difícil, por lo que quizás he dejado de hacer por pereza, por ignorancia o por cobardía.
Resumiendo: me gustaría que mi despedida fuera como un crepúsculo en el círculo polar durante el verano. Es decir, largo y bello.