Dieta saludable

Cómo he disfrutado comiendo después de un infarto: no todo es queso fresco

Las restricciones alimentarias se pueden abrazar a gusto con el ingrediente básico de la imaginación

BarcelonaDiría que me encontraba todavía en la cama de semicríticos, pendiente de que me pusieran un stent, que entró una enfermera del servicio de rehabilitación cardíaca del Hospital del Mar. Muy amablemente, me informó de cuál era la nueva vida que me esperaba si quería comprar los menores números posibles para repetir la poco recomendable experiencia del infarto. Una de las hojas que me entregó era una propuesta de desayunos, almuerzos, meriendas y cenas para catorce días. Lo leí y aquel festival de queso de burgos, acelgas hervidas y yogures naturales me derribó el alma en los pies. Seguir ese menú con todo detalle no sé si aumentaría mi esperanza de vida –supongo que sí– pero como dice el chiste todo el tiempo añadido se me haría muy largo.

Me propuse intentar hacerlo a mi manera. Respetaría los principios que rezumaban de aquella planificación, pero sin renunciar a disfrutar de las comidas. Y parece que ha funcionado: los 110 kilos que pesaba antes del ataque al corazón son ya solo 84, y eso que he ganado músculo, gracias también a los entrenamientos que me proporcionó el mismo hospital durante siete semanas y que después he mantenido por mi cuenta, en el gimnasio. Lo que sigue son algunos de mis cambios de hábitos alimenticios, por si pueden dar ideas. A mí me han funcionado, según dicen los análisis y la báscula, pero cada uno que se vea en una tesitura como la mía debe buscar asesoramiento médico personalizado, análisis en mano.

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La ayuda de la IA

Mi primera estrategia ha sido contar: calorías, sal, grasas y grasas saturadas. ¿Es un estorbo? Sí, pero lo he positivizado: me da seguridad, pues entonces sé si un plato aparentemente poco régimen –tacos de cochinita pibil, por ejemplo– entra dentro de los parámetros que se me permiten –sí, porque la carne de cerdo que utilizo es magra– y en todo caso puedo decidir la cena en función de lo que lleve acumulado. La IA es muy útil para realizar estos cálculos o para pedirle tres propuestas que equilibren el resto de las comidas del día. No soy nada de verduras, por ejemplo, pero he consumido cantidades industriosas de hortalizas y fruta para compensar (vigilando el azúcar) las comidas más de vianda y grasas sanas.

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Las ensaladas, en este sentido, son muy agradecidas: si le dedicas diez minutos más de los estrictamente necesarios a hacer la base, pueden acabar siendo muy completas y variadas: piparras, hojas de parra con arroz, filetes de caballa en conserva, boquerones con salsa Espinaler, orejones de albaricoque o melocotón, cebollitas en vinagre de Módena, queso hecha (light) o portobelos salteados son sólo algunos de los ingredientes que permiten hacer mil combinaciones diferentes, y que multiplican las opciones si además vas cambiando de vinagreta.

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Una de mis preferidas la hago poniendo en un cuenco una cucharada de pasta de tomate, una de gochujang (pasta de chile; si no la tiene, más tomate doble concentrado hará el hecho), copos de chile, aceite, melaza de granada (o alguna crema balsámica) y sobre ello echo pimiento. Remuevo con las manos hasta que queda integrado y echo las patatas laminadas al horno que se han estado haciendo mientras iba preparando el resto: es un plato único delicioso, que pongo como ejemplo porque en muchos restaurantes todavía sirven ensaladas incomprensiblemente aburridas, de pasto. Instagram es una gran fuente de ideas de platos imaginativos para personas sin habilidades culinarias especiales.

Dejar cosas atrás

El principal enemigo de mis arterias son las grasas saturadas –aunque las hay saludables, como el aceite de oliva, los frutos secos, el cacao o el aguacate– así que sería naíf no admitir que he dejado cosas atrás: la carne de cordero, una embutida, pero de vez en cuando puede caer, pero de vez en cuando puede caer la mínima expresión, y en la versión light. Antes lo freía todo en charcos de aceite y ahora cocino la mayoría de vianda a la plancha, o bien en la freidora de aire, gran aliada que me permite seguir comiendo patatas fritas (ocasionalmente) sin ninguna factura apreciable de colesterol.

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También se acabaron las pastas industriales y las tarrinas de helados cremosos de medio litro (pero no los sorbetes). Y he encontrado una receta interesante para hacer en casa si quiero un helado que no sea de fruta: a la batidora va un vasito de requesón con 0% de grasa, un dátil medjoul (de los gordos), chorrito de miel, esencia de vainilla, leche desnatada en polvo y agua. Se trincha todo a poca potencia, para que queden trocitos de dátil todavía enteros, y hacia el congelador, removiendo un par de veces para romper los cristales y conseguir una textura cremosa.

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La idea de fondo es que cada renuncia puede ser vista como un reto de encontrar un sustituto imaginativo. Algunos son exitosos, otros se van directos a la papelera de la historia (oa la basura), pero el proceso es entretenido y el camino está resultando enriquecedor. Antes, un tomate era un tomate –simplificándolo– pero ahora me gusta elegir entre los de Barbastro, los Monterrosa, los abigarrados, los morados, el corazón de buey, los pimiento o los sicilianos, por decir algunos. Reducir al mínimo las comidas procesadas comporta invertir más tiempo en los fogones, pero es algo que se nota enseguida por dentro y por fuera.

Acabo por el final: los desayunos. Suelo comprar un pechuga de pavo entero, que marino en aceite, limón, especias y hierbas diversas: voy variando entre comino, cúrcuma, paprika, orégano... Después de unas horas en la nevera, lo pongo 50 minutos a 200 grados en el horno y, cuando está a temperatura natural, lo vuelvo al reto es una buena aportación de proteína por la mañana. Un poco de hoja o brotes y una capa suave de mostaza y sale un sándwich espléndido y saludable. Si alguna de estas recetas le motiva, contento de haber resultado útil, pero sobre todo el objetivo es animar a quienes alguna vez han tenido en sus manos el modelo de menús para quince días del hospital y lo han visto inasumible. Y, sobre todo, quienes intuyen que pueden acabar recibiéndolo, si no cambian de hábitos. Con supervisión médica, existen alternativas para seguir disfrutando mucho de la comida.

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