Una inmersión a pulmón abierto en la precariedad

Hoy, cuando parece que el cine puede hablar de todo y enseñarlo todo, resulta como mínimo significativo que el lugar en el que la mayor parte de las películas no se atreven a ir sea el mundo laboral, justamente lo que determina el día a día de la mayor parte de la población. Es uno de los grandes triunfos del capitalismo: convertir el trabajo en una especie de tabú dramático, un residuo donde no vale la pena que se detengan las ficciones, no sea que empecemos a preguntarnos por el sentido o por la justicia de la actividad que ocupa nuestras rutinas. Afortunadamente, todavía hay algunos cineastas empeñados en dejar claro de qué viven (y mueren) sus antihéroes, como es el caso de Alberto Rodríguez.

De hecho, lo que más seduce de Los tigres es la descripción de la actividad que realizan los hermanos que encarnan a Antonio de la Torre y Bárbara Lennie, buzos que reparan con urgencia (porque, ya se sabe, el tiempo es dinero) los petroleros que hacen parada en el puerto de Huelva. Esta arriesgada profesión erosiona la salud mental y física de los protagonistas, que en un momento determinado se ven empujados a tomar una mala decisión para salir del pozo. Rodríguez describe sus circunstancias con precisión, ahorrándose justificaciones y juicios, y permite que el público les acompañe y aguante la respiración desde el otro lado de la pantalla, reconociendo quizás en las imágenes subacuáticas un reflejo de la precariedad que nos cala a (casi) todos.