El subjetivismo contado con una fábula tierna, ingeniosa y juguetona

Primer acto: Los datos, sólo los datos (más o menos). La vida de Chuck está dividida en tres actas. Cada uno es de un género distinto: un relato apocalíptico, una anécdota musical y una historia de iniciación. Además, este filme que adapta un libro del Stephen King más amable y humanista (el de Cuenta conmigo o La milla verde) comienza por el final: de la muerte del personaje hasta su niñez. Y Mike Flanagan, un autor acostumbrado al terror, se estrena en un registro fantástico sentimental y fabulador, que puede recordar La vida secreta de Walter Mitty, Forrest Gump o Amélie.

Segundo acto: Siempre hay cascarrabias. La película de Flanagan tiene una estructura algo caprichosa e inconexa. La voz en off es repetitiva y empalaga. El mundo voluntariamente artificial que pone en pantalla, que recuerda al deEl show de Truman, es cursi. Y la poesía, cuando se explica demasiado (como los versos de Walt Whitman que aquí se sobreanalizan en exceso), deja de ser justamente poética.

Tercer acto: ¿Otro cine del buen rollo es posible? Como puede verse en este mismo texto, un juego narrativo formal no siempre es sinónimo de atrevimiento mayúsculo. No es genialidad. Sin embargo, invita al espectador-lector a descodificar la información siguiendo otras pautas y hace aflorar sus sentimientos de forma diferente. Este capital no se le puede negar a La vida de Chuck, una película feel-good sobre el solipsismo que no te da el discurso masticado. O por lo menos, no todo.