Abortos clandestinos entre risas y ternura

Chicago, 1968. Mientras el hippismo alza su último clamor de libertad y se acerca el amanecer ultraconservador de la era Nixon, Joy (Elizabeth Banks), una ama de casa embarazada, debe enfrentarse a la brutalidad del patriarcado. Cuando se le diagnostica una insuficiencia cardíaca que sólo puede resolverse con un aborto terapéutico, la comisión médica del hospital que le atiende, formada íntegramente por hombres, no da luz verde a la intervención. La crudeza de la situación, acompañada por un tratamiento sobrio y elegante del drama familiar, invita a situar Todas somos Jane bajo el radio de acción del cine de Todd Haynes. Y, de hecho, no sorprende que la realizadora del film sea la dramaturga Phyllis Nagy, que debuta en la dirección cinematográfica casi una década después de escribir el guión de la icónica Carol.

Lo que sí sorprende es el giro que toma la película hacia cierta ligereza humorística cuando Joy decide involucrarse intrépidamente en el activismo del Colectivo Jane, que entre 1968 y 1973 facilitó la realización de miles de abortos clandestinos, muchos de ellos a mujeres en situación de precariedad. Que Todas somos Jane consiga transmitir su mensaje feminista con más ímpetu y sensibilidad que dramas recientes sobre el aborto como El acontecimiento de Audrey Diwan o Nunca, casi nunca, a veces, siempre de Eliza Hittman revela la inigualable fuerza transgresora de la comedia, sobre todo cuando se atreve a sacudir los límites de lo que puede representarse sin perder el ancla humanista. En este sentido, es tentador situar entre los mejores momentos fílmicos del año a aquellos que la directora se atreve a aliñar con inesperadas dosis de ternura y comicidad las estremecedoras escenas de procedimientos médicos clandestinos que puntúan un relato impregnado de solidaridad y heroísmo.