BarcelonaBajo el bigote rizado y la mirada serena de sir Thomas Bodley (1545-1613) se escondía un espíritu revolucionario. El diplomático inglés hizo una propuesta extraordinaria a la Universidad de Oxford en 1598: pagaría la restauración de la biblioteca, que se había ido dispersando y dañando a lo largo de todo ese siglo –debido a la Reforma protestante– y la convertiría” en un lugar maravilloso, con asientos, estanterías, escritorios y todo lo necesario para estimular la benevolencia de otros hombres que contribuyeran a llenarla de libros", según explica Mary Clapinson, autora del libro En brief history of the Bodleian Library (2015).
En sólo quince años, la Bodleiana se convirtió en la biblioteca institucional más sofisticada de Europa. Se inauguró en 1602, con una colección de 2.000 ejemplares, y cuando murió su impulsor ya tenía 23.000. Entre las medidas visionarias que Bodley llevó a cabo se encontraba una sólida dotación económica, integrada por tierras y rentas, que le permitiera hacer crecer el fondo sostenidamente y abrirla a las visitas de un público académico y universitario durante seis horas al día, mide, en aquellos tiempos, de una generosidad sin precedentes.
Para estar en la Bodleiana, los lectores sólo debían cumplir dos normas sencillas: la primera era guardar silencio, detalle que la convertía en la primera biblioteca moderna en la que se imponía esta condición; la segunda era no encender "ningún fuego ni llama", lo que, sobre todo en invierno, había contribuido al enfermo, e incluso la muerte, de algunos de ellos. Tampoco la Bodleiana dejaba libros en préstamo a nadie. Ni siquiera a los reyes: en 1645, Carlos I hizo llegar una nota al director de la biblioteca, John Rouse, para pedir consultar el ejemplar que tenían deHistoire universelle, del poeta y soldado francés Agripa de Aubigné. La respuesta fue clara: según los estatutos de la Bodleiana, ni ese ni ningún otro libro podían salir del interior del recinto. El monarca tuvo que conseguir la lectura por otro lado.
Una aventura que comienza en Mesopotamia
El imperio asirio fue pionero en la creación de bibliotecas
Cuatro siglos después de su fundación, la Bodleiana, repartida en 26 edificios –todos ellos en Oxford–, es la segunda mayor biblioteca del Reino Unido y pone a disposición de los lectores más de 13 millones de documentos. Ésta es sólo una de las muchas y prodigiosas historias que se pueden leer en Bibliotecas. Una historia frágil (Capitán Swing, 2024), en el que dos reconocidos estudiosos del mundo del libro, Andrew Pettegree y Arthur der Weduwen, se han propuesto realizar un recorrido por los más de 2.000 años de historia de estos espacios en perpetua transformación. Aparecen desde "colecciones personales y mundanas, que reflejan el gusto particular de un individuo" –como la que impulsó el cardenal Giulio Raimondo Mazzarino en París en 1644, conocida como la Biblioteca Mazarina– hasta otras que "fueron fundadas como monumentos al orgullo nacional y que han sido guiadas por la idea de reunir el conocimiento humano en su conjunto": la primera que ejemplificó esta aspiración fue la biblioteca de Alejandría, impulsada durante el siglo IV a. C. por Ptolomeo I, "herencia de la idea imperial expansiva de Alejandro Magno", según recuerdan los autores antes de precisar que el recinto era una "academia intelectual" en la que sus integrantes conseguían "un cargo vitalicio, uno salario generoso, la exención de impuestos y alimentación y alojamiento gratuitos". La biblioteca llegó a almacenar hasta medio millón de rollos de papiro. Hay varias versiones de cómo acabó destruida: Pettegree y Der Weduwen consideran poco plausible la versión del incendio del año 48 a. C. como parte de la campaña de Julio César para entregar Egipto a Cleopatra, y se decantan por el año 272 d. C., a consecuencia del ataque ordenado por el emperador Aureliano.
Los pioneros en la creación de bibliotecas no fueron los griegos, dicen los dos autores de Bibliotecas. Una historia frágil, sino los gobernantes del imperio asirio de Mesopotamia. "Durante siglos reunieron cantidades considerables de documentos, tabletas de barro cocido con escritura cuneiforme grabada", explican. Entre ellas destacan las bibliotecas reales de Nínive, que acumularon hasta 35.000. El legado asirio se perdió cuando los babilonios conquistaron el imperio, entre los años 614 y 612 a. C., y las asolaron.
El camino para democratizar la palabra
Las bibliotecas han vivido un ciclo repetido de "creación y dispersión"
"Uno de los grandes ejes democratizadores de la palabra han sido las bibliotecas", afirma la filóloga y escritora Irene Vallejo, que logró una gran repercusión con El infinito en un junco (Siruela, 2019 / Columna, 2020), ensayo sobre los orígenes de la transmisión escrita de la cultura. "Reivindico la importancia del anonimato de muchas de las personas que han contribuido a mantener vivo el libro en épocas de empobrecimiento y analfabetismo", añade la autora.
Andrew Pettegree y Arthur der Weduwen exponen en su ensayo cómo las bibliotecas han vivido "un ciclo repetido de creación y dispersión, de decadencia y reconstrucción". Si durante la Edad Media, que arranca en el siglo V y llega hasta el siglo XV, el saber escrito se copió y almacenó sobre todo en monasterios y en palacios reales, cambiando el rollo de papiro por el códice de pergamino, la Reforma protestante impulsada por Martín Lutero a principios del siglo XVI causó estragos en las colecciones atesoradas durante generaciones. "Se quemaron muchos monasterios –hacen memoria–. Solo en Turingia se destruyeron unos setenta. Las bibliotecas que había, lógicamente, se consumieron entre las llamas".
Un enemigo aún peor que el fuego para las bibliotecas ha sido "el lento deterioro en buhardilla y edificios en ruinas", advierten Pettegree y Der Weduwen: "La humedad, el polvo, las polillas y los piojos de los libros han hecho peor que la destrucción deliberada de colecciones". El ensayo da varios ejemplos, como la visita a la reputada biblioteca de Federico da Montefeltro, duque de Urbino, por parte de un reconocido bibliófilo, Gabriel Naudé, en 1630: "El estado era tan deplorable que los lectores se desesperaban si querían encontrar un libro en concreto”.
Una expansión imparable
La red de bibliotecas públicas catalanas todavía crece
A partir de mediados del siglo XV, gracias a la invención de la imprenta, la expansión de los libros fue imparable, acompañada del abaratamiento del precio, lo que estimuló que proliferaran las bibliotecas. Aún hubo que esperar bastante para que empezara a germinar una idea radical, la de una "red de bibliotecas públicas, gratuitas para todos, que atendiera a las necesidades lectoras de una parte importante de la población", recuerdan Pettegree y Der Weduwen. Esto no ocurrió hasta mediados del siglo XIX: en Inglaterra, la primera que funcionó "por préstamo gratuito y sin suscripción" fue la de Campfield, en Manchester, inaugurada en 1852; en Estados Unidos fue decisiva la figura de Andrew Carnegie (1835-1919), empresario y filántropo que aportó cifras millonarias para desarrollar la red (solo en 1899 dio 5,2 millones de dólares para construir 67 sedes de la red de bibliotecas públicas de Nueva York). "Según la Federación Internacional de Asociaciones de Bibliotecarios y Bibliotecas [IFLA], en 2020 todavía existían más de 2,6 millones de bibliotecas institucionales en el planeta, entre las que 404.487 son públicas", detallan los autores en el ensayo.
El caso catalán tiene sus particularidades. Abadías como las de Montserrat y Poblet disponen de bibliotecas de gran valor que arrancan en el siglo XI y XII, respectivamente. "Una de las primeras universidades que tuvo biblioteca, entendida como un espacio diseñado para la consulta y el estudio y una colección de libros, fue la de Cervera, creada poco después del decreto de Nueva Planta, en 1717 – explica Lluís Agustí, director de la Escuela de Librería y coordinador del posgrado de prescripción lectora de la UB–. No fue hasta el último tercio del siglo XVIII que se inauguró, en Barcelona, la biblioteca pública más antigua de la ciudad, la Biblioteca Pública Episcopal (1772), si bien tenía un acceso más restringido que la futura Biblioteca Pública Arús: inaugurada en 1895, los 24.000 volúmenes de Arús se pusieron a disposición de cualquier barcelonés."
Dos décadas más tarde, con el inicio de la Mancomunidad, su presidente, Enric Prat de la Riba, encargó el proyecto de Bibliotecas Populares al escritor Eugeni d'Ors. Entre 1915 y 1925 se inauguraron ocho en municipios como Canet de Mar, Valls, Olot, Figueres y El Vendrell. Junto con la proliferación de bibliotecas de cajas de ahorros –entre ellas las Salas de Lectura Sant Jordi, de Caixa Catalunya, y las bibliotecas de La Caixa–, la red de la Mancomunidad inspiró las bibliotecas impulsadas por las diputaciones provinciales ya en época democrática. "Sólo en Barcelona existen, actualmente, 40 bibliotecas públicas, que cada día visitan más de 20.000 usuarios y que, al año, suman 4 millones de préstamos –explica Ferran Burguillos, gerente del Consorcio de Bibliotecas de Barcelona–. El Plan de Bibliotecas 2030 prevé la apertura de otros cinco equipamientos, entre ellos la Biblioteca Pública del Estado -la central urbana- y nuevos equipamientos en varios distritos".
La capital catalana puede presumir de tener la mejor biblioteca pública del mundo: el pasado agosto, la Biblioteca García Márquez se impuso a nuevos equipamientos de Eslovenia, Australia y China. Inaugurada en el 2022 en el distrito de Sant Martí, García Márquez –a punto de empezar a ser reformada por problemas estructurales– se parece bastante a cómo debe ser una biblioteca que mire hacia el futuro, según Andrew Pettegree y Arthur der Weduwen. Al catálogo de libros disponibles se añade una nutrida oferta en otros muchos formatos: música, películas, videojuegos, series y juegos de mesa. También una apretada programación cultural: cursos, talleres, presentaciones, conciertos y actividades familiares. La tecnología avanza "a una velocidad vertiginosa", advierte el tándem de autores de Bibliotecas, tanto que "en cuestión de pocos años hemos asistido al ascenso y la discreta despedida del CD-ROM, que debía ser el futuro de los libros del pasado, y soportes como el Kindle de Amazon parece que seguirán el mismo camino" . Ambos especialistas tienen claro que, aunque no debe sacralizarse el libro como objeto –y las colecciones se deben ir renovando–, ese apoyo "viejo y maltratado se niega a caducar". Y la profesión de bibliotecario sigue siendo de una gran vigencia: "Sus conocimientos, gustos y capacidad de discriminación sin duda ayudan a los usuarios a decidir qué eligen". Quizás las bibliotecas de hoy son espacios algo menos silenciosos que en los tiempos de Sir Thomas Bodley, pero son más inclusivos, hacen un servicio imprescindible a la comunidad y están llenos de vida.