Los libros, como nosotros, también se convertirán en polvo
BarcelonaSi me preguntaran el nombre de una empresa que se dedique a la impresión editorial en Cataluña seguramente sólo me vendría un nombre en la cabeza: Romanyà Valls. Por mucho que no sea la mayor, seguramente sí es la más histórica. Si son lectores habrá leído decenas de libros que han salido de sus máquinas: es casi imposible que no sea así. El año pasado, por ejemplo, salieron de allí seis millones y medio de ejemplares de editoriales como Anagrama, Penguin Random House, Acantilado, Quaderns Crema, Club Editor, La Otra, La Segunda Periferia o Periscopio.
Hace poco conocí a Elisenda Romanyà en una fiesta del sector y me di cuenta de que los impresores son uno de los eslabones más invisibles del mundo del libro. Los editores, los autores, los traductores, los libreros, los lectores, nos encontramos en todas partes y están rodeados del aura literaria: las ideas, la vida intelectual, el arte contra el mundo. En cambio, tengo la sensación de que los impresores, así como los distribuidores y otras ramas, son injustamente considerados una maquinaria logística necesaria pero con poca elevación espiritual: de la misma forma que nos empeñamos absurdamente en separar el cuerpo del alma, con los libros separamos el objeto físico de su alma.
Aterrizo, pues, en Romanyà Valls un martes a las doce. En el vestíbulo me reciben dos grandes cuadros con retratos del tío de Elisenda (Juan, el fundador) y de su madre, Gemma, que en 1973 cogió las riendas de la imprenta y la convirtió en lo que es ahora, hasta que pasó el testigo a su hija. Una reproducción del pensador de Rodin me vigila mientras la recepcionista me atiende. Elisenda baja enseguida. Me enseña las oficinas y me cuenta que son 49 trabajadores. Tener uno más les hará saltar a la categoría de empresa media, lo que comporta unas obligaciones para las que se están preparando. También allí, pues, como ocurre por todas partes, hay más trabajo que manos.
Me enseña con orgullo las instalaciones (más de seis mil metros cuadrados). "La vista desde aquí me encanta", dice mientras abre una ventana que da a una inmensa sala llena de máquinas. En el alféizar se acumula una especie de nieve; es el polvo de papel que suelta la cortadora. Los libros, como nosotros, también se convertirán en polvo.
Bajamos a las tripas de la empresa, donde en lugar de tripas hay grandes máquinas para dar y vender en medio de ruidos industriales: impresoras offset, inkjet, rotativas, cortadoras, costureras, plegadoras, aserraderas, encoladoras, secadoras, paletizadoras. Las máquinas, al contrario de lo que quieren hacernos creer, son falibles: siempre hay alguna que se desajusta, que se avería, que exige mantenimiento, y que comporta tomar decisiones para no fallar con los plazos prometidos. Contemplar el proceso en serie del papel en blanco transformándose en cientos, miles, de libros, tiene algo hipnótico, casi como un mantra visual. Imprimir, cortar, plegar, coser, encolar, secar, cortar sobrantes, retractilar, paletizar. Aquí y allá libros empolvados, carretillas de ejemplares defectuosos, como los cadáveres de la batalla.
Las cosas valen lo que valen
Después visitamos los almacenes donde se agolpan miles de libros, de ideas, de historias. Entramos en la sala con las torres de bobinas de papel de una tonelada que pronto servirán para imprimir tres mil libros cada una. Me siento minúscula. Me cuenta cosas. Que la mayoría del papel viene de Suecia. Que para diferenciar el papel de pasta mecánica —el que amarilleará con el tiempo a causa de la lignina— del de pasta química, los ojos no sirven, sólo la punta de los dedos. Me habla satisfecha de las obras de hace unos meses que por fin han dado luz natural a la zona de trabajo; me enseña la máquina CTP novísima, inmensa, con aires de nave espacial y mayor de lo que necesitaban porque Elisenda mira no hacia las necesidades presentes, sino futuras; me habla del cambio en la tinta vegetal y otras medidas en el camino de la sostenibilidad. Me cuenta que han subido precios; sé que algunos editores gruñen. Quizás los impresores son de los pocos que, por suerte, no ceden ante el chantaje de los sacrificios económicos en nombre de la cultura. Las cosas valen lo que valen.
Dando la vuelta por el exterior del recinto, encontramos los árboles frutales que se alinean en un edén en miniatura. Le pregunto si lee. Sí lo hace. Me habla de los libros que le han gustado últimamente. Pero la mayoría de sus trabajadores no leen. Qué pena, tener tantos libros al alcance y ni mirárselos. La jungla en la que vivimos es así y la literatura, dígame pesimista, es un animal salvaje en peligro de extinción.
Volviendo a casa me adelanta un coche de muertos en la A-2, un Mercedes, y se me ocurre que quizás la literatura es eso: un cadáver dentro de un coche de lujo que circula a toda velocidad por las autopistas del ocio moderno, directo hacia su funeral. Foragito el pensamiento. No podemos desanimarnos, como decía la madre de Elisenda: ¡arriba y gritos! Y también tinta y papel. Porque el cuerpo y el alma son una sola cosa.