Olga... Olga... ¿Dónde estás?
"¡Ahora ya nadie escribe para la eternidad sencillamente porque la eternidad ya no existe!", le dijo un día Olga, mirándole con sus ojos verde claro, penetrantes y hambrientos. Tenía una mirada cálida, curiosa, hechizada y compasiva. Para ella, nuestro tiempo era —es— "la antesala de la barbarie" en la que manda un solo valor: vender mucho, ganar mucho. El dinero como medida de todo lo humano.
En su nueva novela, tan autobiográfica como otras muchas del autor, Theodor Kallifatides llora y ríe con una amiga, Olga, la mejor amiga, a la que le han diagnosticado un cáncer de pulmón. Con su habitual sentido común noble y poético, nos hace partícipes de una bella relación, de esas en las que las palabras son como caricias. Recordando y acompañando a Olga, Una mujer a la que amar (Galaxia Gutenberg), penetramos en el mundo interior de un hombre mayor que también se hace querer. Alguien que piensa y duda en voz alta, que da sentido, y pone sensibilidad, a su realidad prosaica, y a la nuestra.
"La verdadera libertad no está, como creemos, en vivir como queremos, sino en no impedir que los demás vivan como quieran". Lo de dejar espacio y libertad a los hijos, a los inmigrantes, a los vecinos, a los amigos...— cuesta mucho, sí–. Ahora mismo, vivimos tiempos de intolerancia: si no eres y piensas y te comportas como yo quiero, eres mi enemigo; te obligaré a ser como yo o te expulsaré, te destruiré. En Suecia, en toda Europa y más allá, el joven Kallifatides hoy lo pasaría fatal, chocaría con un muro de incomprensión y recelos. Sería visto como un extraño que viene a aprovecharse.
El joven Kallifatides inmigrante en Suecia de los años 60 del siglo XX era comunista. Tras conocer a Olga, se enamoró de Gunilla, una chica sueca liberal, un perfil raro en aquellos tiempos. Gunilla acabaría siendo su pareja, hasta la fecha. Poco a poco, él se fue desnudando de sus convicciones ideológicas, no sin esfuerzo: "Las opiniones erróneas tienen a menudo un peso sentimental que les falta a las que son ciertas". También decidió adoptar al sueco como lengua literaria, otro gran esfuerzo.
Ahora, pasadas las décadas, es como si las raíces le subieran tronco arriba. "Después de treinta y ocho años en Suecia, después de más de treinta libros en sueco, el griego es, sin embargo, mi lengua". "Es como si te encontraras a alguien de quien te enamoraste hace tiempo y finalmente entiendes por qué", dice. Y reflexiona: "Uno no puede irse de su propia vida. Y, sin embargo, es esto lo que me he dedicado a hacer la mayor parte de mi vida. Dejé Grecia; luego dejé mi lengua [...] ¿Por qué he tenido, y tengo siempre, la necesidad de dejarlo todo atrás? ¿Qué espejismo hay al otro lado?". Gunilla y los hijos son su vida. Son Suecia. Olga es medio griega medio sueca. La madre que vive en Atenas es Grecia. Tres mujeres, tres realidades íntimas que le acompañan.
Desde la isla de Gotland, su refugio estival, se entera de que Olga ha empeorado. La inminente pérdida de la amiga le hace entender que Gotland ya no es el lugar genuino que conoció en 1972. Se ha convertido en un paraíso perdido. "Haber nacido como ser humano es haber perdido el paraíso [...] ¿Por qué el ser humano necesita esa pérdida?" ¿También Olga pasará a ser un paraíso perdido? Con ella aprendió que "la amistad es mucho más exigente que el amor". "Cuando era pequeño me caían muchos mocos" y ahora que es mayor le caen "muchas lágrimas". "Si tienes grandes sueños de joven, llorarás mucho cuando seas mayor". Pero tiene claro que "no puedes empezar a amueblar la añoranza porque entonces corres el riesgo de sentirte como en casa". Por eso no posee ninguna propiedad en Grecia, ni siquiera una ventana.
Un día también lejano, el profesor universitario de la Facultad de Filosofía que le hacía la puñeta, en una conversación informal dijo que la gente era rara y él, Kallifatides, le respondió: "Lo raro es que la gente no sea más rara". Pasados los años, el hombre le envió una carta en la que le decía que lo había estado pensando y que, en efecto, tenía razón. Un gesto raro que confirma que todos lo somos, de raros. Olga: fuerte y decidida, y, sin embargo, tierna y sensible; apasionada pero de apariencia fría. Kallifatides, un sueco muy griego, un socialdemócrata un punto libertario. Un hombre al que amar.