BarcelonaViste un jersey tan gris como su pelo mientras habla con calma, como si lo que está a punto de decir fuera una cuestión de vida o muerte. Juan Tallón (Vilardevós, 1975) acaba de publicar Mil cosas (Anagrama), una novela escalofriante debido a la gran cantidad de realidad que contiene. Si en otros libros del autor abundan la metaliteratura y la derrota, en el caso de Mil cosas –protagonizada por una pareja con un hijo que no puede conciliar trabajo y vida familiar– se trata de una derrota colectiva.
¿Es más probable cometer una estupidez como la que acontece en la novela en una gran ciudad que en Vilardevós?
— Sí, para empezar en Vilardevós no hay niños [ríe]. Los libros de la gran ciudad son los libros de la gran ciudad, con la vida contemporánea alienante, que se ciñe a los espacios urbanos donde hay mucha gente subsistiendo con sus trabajos, yendo de una parte a otra, hiperconectados y profundamente distraídos. La gente ya no presta atención porque reciben decenas y decenas de estímulos desde todas partes, desde todos los ángulos, e intenta atender a todos. En una zona rural no hay una hiperestimulación. El concepto de prisa, el concepto de tiempo, es muy distinto en un espacio urbano que en un espacio rural.
¿Este problema se ha acentuado en la década actual?
— La humanidad siempre está acelerando. Vivimos obsesionados con la velocidad, con llegar antes a los sitios, con hacer las cosas antes en los trabajos. En el siglo XIX la industrialización dio un salto cualitativo respecto al alcance de la velocidad de las cosas, el siglo XX ahondó todavía más en ello y en el XXI la irrupción de Internet, donde todo puede ser aparentemente resuelto mediante un clic, es la expresión máxima de la velocidad. Solamente nos falta la teletransportación. La aceleración va mucho más allá de la velocidad de hacer las cosas cuanto antes, también tiene que ver con los índices socioeconómicos. Necesitamos acelerar para incrementar la productividad y los beneficios. Estamos absolutamente desquiciados por la velocidad de las cosas.
¿El hecho de que viva en Ourense, una ciudad pequeña, es un intento de huir de todo esto?
— No en primera instancia. Vivía en Ourense porque las circunstancias de mi vida me llevaron allí. Allí tenía mi trabajo y después allí tengo mi familia. Antes de tener la familia pensé que quizá sería interesante vivir en Madrid. De hecho, viví un año en Madrid. Pero regresé a Ourense y no me arrepentí en absoluto de esa decisión. Llegué a la conclusión de que para hacer lo que yo hacía, que era vivir de la escritura, iba a tener mucha más tranquilidad y tiempo si lo hacía desde Ourense que si lo hacía desde Madrid. Ahora soy mucho más autoconsciente de la conveniencia de llevar una vida en una ciudad de 100.000 habitantes, donde hay muy pocas cosas que me distraigan. Cuando voy a Barcelona o a Madrid, donde tengo muchos amigos de mi generación, me distraigo y me disperso mucho más.
Sus libros siempre los firma en Vilardevós, la aldea gallega donde nació.
— Es lo menos ficticio que conozco cuando cojo el verbo ser. ¿Soy español? Sí. ¿Soy gallego? Sí, también soy gallego. Pero son conceptos demasiado abstractos. Ser de Vilardevós para mí es ser algo mucho más específico, algo que yo puedo explicar mejor. Los primeros 18 años de vida en el pueblo me moldearon definitivamente. Son definitivos para establecer el molde de tu carácter, de tu actitud ante el mundo, tu sentido del humor, la pasión por contar. Todo eso lo atribuyo al hecho de ser de Vilardevós, es lo más auténtico. Me ha dado mucho ser de allí y lo único que yo puedo hacer para Vilardevós es acordarme en cada libro de él, dejándolo como la última línea de todas las novelas.
¿Mil cosas surge de forma improvisada por algún hecho que le sucedió a usted?
— Estaba escribiendo otro libro, pero el origen no es una experiencia personal. Es una experiencia social como ciudadano que observa cómo estamos viviendo alineados, la necesidad de hacer cosas y consumir constantemente. Cuando no produces o consumes tienes que ser entretenido. Tienes que someterte a la infinita oferta del entretenimiento. Lo que piden de nosotros es que entremos en acción, aunque solamente sea estar sentados desde casa manipulando el teléfono móvil. Lo que parece ser inadmisible es la quietud, la tranquilidad, la inacción y la pereza, que tiene tan mala prensa. Como espectador veo que estamos perdiendo un poco la cabeza, que llevamos un estilo de vida que conduce a errores garrafales porque hemos perdido la capacidad de estar atentos a las cosas. Y eso es lo que les pasa a los protagonistas de mi novela. A veces, la realidad para pensarla hay que ficcionarla.
Uno de los escenarios de la novela es la redacción de una revista. Usted fue periodista y conoce de primera mano las redacciones. ¿Los medios de comunicación le parecen un claro ejemplo de los males de los que estamos hablando?
— El periodismo es una disciplina en la que el tiempo ha estado arrinconando al redactor. El periodismo rara vez se puede tomar las cosas con calma. Una redacción es una olla al fuego. Siempre está al fuego. La redacción funciona bien para exacerbar el ritmo del día. Además, en un día del cierre mensual de la revista. Siempre hay muchísimas cosas y solamente en el último segundo se encauzan. Ves a los compañeros y parece que todos están desquiciados. Me interesaba ese personaje.
No solamente es el día de cierre del número mensual de la revista. También es el último día antes de que los protagonistas se vayan de vacaciones.
— Es relevante ese momento porque el hecho mismo de que las vacaciones sean mañana hacen de la víspera un día entusiástico. Tendemos a pensar que está ya tan cerca que podemos casi pasar por encima del hecho de que ese último día todavía hay que trabajar. Lo encaras con un estado de ánimo muy diferente. El día de vacaciones es la veta de luz hacia la que te diriges en una jornada que está siendo por otra parta avasalladora. De hecho, cada vez se ve más lejos el día de las vacaciones. La novela también va de cómo nuestro trabajo lo ocupa todo. O, por lo menos, de cómo el trabajo lo infecta o lo intoxica todo.
¿El Juan Tallón escritor ocupa mucho espacio en su vida?
— Sí, pero en mi caso la relación con la escritura no es tanto de trabajo como podemos entender una relación laboral. Es una relación más hedonista. Escribir me exige esfuerzo, pensar, descartar, pero es profundamente placentero. Entonces no molesta, no perturba. Y sí, la escritura es el centro de mi vida, siempre lo ha sido, incluso cuando yo estaba muy lejos de poder vivir de ella. Y, cuando digo vivir de la escritura, me refiero sumar literatura más las colaboraciones periodísticas. Cuando yo era estudiante y deseaba ser escritor para mí eso ya era el centro.
En cambio, su relación con el periodismo fue más conflictiva.
— Los peores años de mi vida fueron los tres últimos que trabajé en una redacción [en la de El Progreso]. Y nunca lo olvido. Todos tenemos una relación parecida con el periodismo. Tenemos una idealización de cómo nos gustaría hacer las cosas que choca con la realidad de cómo al final las hacemos. Como si no existiesen en realidad las condiciones ideales para ejercer el periodismo. Siempre hay algo que mina tu entusiasmo, tu vocación, que no obstante resiste porque es muy poderosa tu vocación, pero el desencanto es inevitable.
¿Eso es lo que le llevó a cambiar de vida?
— Estaba viviendo en unas condiciones muy penosas que, además, me habían alejado de la literatura porque no tenía calidad de tiempo para escribir y a penas para leer. En cuanto tuve una oportunidad para hacer otra cosa no lo dudé. Me tengo que ir de aquí. Tengo que abandonar esta redacción porque va a acabar conmigo. Y dejé el periódico.