"Nunca he visto el fantasma de Xirgu pero aquí pasan cosas"
El jefe de sala histórico del Teatre Romea lleva 42 años recibiendo a los espectadores
BarcelonaDesde hace más de cuarenta años, es el primero que llega cada tarde al Teatre Romea y el último que marcha después de la función. Es quien recibe al público en la puerta. "Soy el sereno", dice, apacible. Juan Máñez (Hospitalet de Llobregat, 1963) entró en el Romea en los años 80 porque el jefe técnico de la sala le había visto trabajar en una parada que tenía su tía junto al teatro, en el Mercat de la Boqueria. Despachaba y repartía productos sanitarios en hoteles, restaurantes y meublés del barrio del Raval. Máñez era un adolescente espabilado que ya había clisado a la dependienta de una zapatería que ha acabado siendo su mujer.
"Trabajo desde que tengo nueve años. Mi padrastro era maestro industrial y yo le ayudaba soldante. Por cada pieza me daban 25 pesetas. Entonces tuve una hermana y me tocó cuidarla. Fui muy poquito a la escuela", recuerda. Tampoco había ido al teatro. En cambio, el destino le llevó a ser una de las personas que más teatro ha visto de la historia reciente: absolutamente todos los espectáculos del Romea desde 1982.
"Yo creo que estaba predestinado a este teatro", dice. No sólo porque nació cien años exactos después de su inauguración, sino por una historia rocambolesca. Resulta que su padre tenía problemas con el alcohol, y creció sólo con la madre y el padrastro. Años después, el hombre se acercó a la parada de la Boqueria. "Es tu padre que te está buscando", se la dijo su tía. Lo fue a ver al Instituto Pere Mata de Reus porque tenía curiosidad sobre su familia paterna: "Te aseguro que lo mejor que he hecho en mi vida es ir a conocer a mi padre –dice con los ojos negados–. Era muy buena persona. Amaba mucho a mis hijos". Fue mirando fotografías de su padre que descubrió que era primo del gerente del Romea. "Estaba predestinado", repite.
Cuando empezó, "el público no tenía nada que ver con el de ahora, venían con abrigos de piel y tacones, como en el Liceu, y tenían sus palcos", explica. Máñez, que tuvo que memorizar cuatro frases en catalán porque no le hablaba, acompañaba al público hasta el asiento: "Si tiene la bondad, pase por aquí por favor", les decía, y les alargaba la entrada parando la mano para recibir propina. "Me daba una vergüenza! Es que a veces te pedían todo cambio. Haciendo todo de reverencias, parecía que torease", añade. Por eso propuso al director del Centro Dramático Nacional, Domènec Reixach, que les subiera el sueldo por las mil pesetas que se quitaban en propinas, y lo hicieron jefe de los acomodadores.
Sobre la leyenda que el fantasma de la Xirgu corre por el teatro, deja el caso abierto: "Yo nunca la he visto, pero mi hija le vio en una pesadilla cuando tenía tres años. Aquí han pasado muchas más cosas. Un día oímos trucos en la puerta del bar y no había nadie. Otro día el piano se puso a tono. Una niña también vio la presencia de una mujer", y sigue detallando situaciones extrañas. "He tenido escalofríos muchos días, cuando estoy solo aquí, es una casa muy grande", suelta.
Su trabajo es asegurarse de que la función tiene lugar con normalidad. Ha tenido que llamar a ambulancias, sobre todo por desmayos. "Nunca paramos la función, salvo que sea muy grave. Alguna vez he tenido que ir a buscar a un actor con la moto", recuerda, y se reserva los nombres de los más desastrosos. Si una hora antes no han llegado los intérpretes, comienza la búsqueda y captura. "Me quieren mucho, los actores, todos. José Sacristán siempre se va llorando, porque dice que le tratamos muy bien. Yo les acojo como si fuera mi casa. Si quieren un caldo o una tortilla, no me cuesta nada", explica, aunque el concejal es quien debe ocuparse de los intérpretes.
Si tuviéramos que buscarlo en el Romea, lo encontraríamos en la fila 17, butaca 1: siempre en el extremo final para ser el último en entrar y el primero en salir.