Así era la vida en los laboratorios donde se fabricó la bomba atómica
Un físico y una periodista recogieron el testigo del último superviviente de Los Alamos, Roy J. Glauber
BarcelonaRoy J. Glauber tenía 18 años cuando cogió un tren, sin saber muy bien su destino, para ir a Los Alamos, un laboratorio aislado y secreto donde las mentes más privilegiadas trabajaban en la creación de la bomba atómica. Glauber entonces estudiaba Física y unos cursos de doctorado en Harvard, y fue allí voluntariamente porque si no temía que lo enviaran al frente japonés. Era 1943 y en Los Alamos todos eran muy jóvenes. Los científicos más grandes tenían poco más de 30 años. "Toda esta gente joven producía bebés más eficientemente que cualquier otra cosa que se produjera en el laboratorio", explica en La última voz (Ariel).
El científico, después de Los Alamos, no quiso trabajar nunca más en nada que tuviera que ver con las armas y se dedicó a fondo a la óptica cuántica: le debemos, en parte, el láser y ganó el Nobel en 2005. Glauber conoció a uno de los dos autores de La última voz, el catedrático de física teórica José Ignacio Latorre, en un congreso en el Centro de Ciencias Pedro Pascual de Benasque. Después de una densa jornada, Glauber le confesó a Latorre que no había probado nunca un mojito, y esta fue la excusa para empezar a hablar mientras refrescaban el paladar. Con la otra autora del libro, María Teresa Soto-Sanfiel, se fueron encontrando, a menudo de manera fortuita, y el científico fue desgranando sus recuerdos sobre la creación de la bomba atómica. Glauber, el último superviviente del Proyecto Manhattan, no pudo leer el libro: murió en 2018.
Glauber habla de cómo era la vida en aquel lugar aislado del que nadie sabía nada: de las calles enfangadas, de la precariedad -cobraba muy poco porque había una gran recesión económica-, de las pocas posibilidades de captar la atención de las todavía más pocas chicas que trabajaban en los laboratorios, y del hecho de que no había actividad religiosa. Por ley, y por el número de militares, tenía que haber un cura, pero cuando finalmente el ejército envió uno, Glauber asegura que nunca vio que hiciera ninguna misa y que se dedicaba sobre todo a jugar a fútbol. Tampoco se hablaba de política.
El científico no expresa en ningún momento ningún sentimiento de culpa ni ningún arrepentimiento. "Se lo preguntamos, pero siempre esquivaba la pregunta hablando de todos los que morían en los diferentes frentes de la Segunda Guerra Mundial o por culpa de las bombas incendiarias", detalla Soto-Sanfiel. "Explícitamente, nunca dijo que estuviera arrepentido de su trabajo ni que le supiera mal el resultado, pero no estaba especialmente orgulloso y nos explicó que, cuando pudo, se marchó. Mientras otros compañeros se quedaron para trabajar en la fabricación de la bomba de hidrógeno, él no quiso saber nunca nada más y ni siquiera quiso publicar los escritos científicos o los cálculos que había hecho en Los Alamos porque no quería que se lo asociara con la bomba atómica", añade la periodista.
Los científicos no tenían ni voz ni voto
"Los científicos no supieron nunca ni cuándo ni cómo ni dónde se echaría la bomba", afirma la autora. La comunidad científica no tuvo nunca ni voz ni voto. Algunos, como Robert Wilson, pidieron que se parara el proyecto después de la caída del régimen nazi, en mayo del 1945. La mayoría, entre ellos Glauber, aconsejaban que se hiciera tan solo una demostración del poder de la bomba, pero que no se utilizara contra nadie. Glauber fue testigo de la prueba Trinity, que se hizo al sur de Nuevo México, a unos 400 kilómetros de Los Alamos, en julio de 1945. El científico explicó a los autores del libro que Trinity fue "muy grande y siniestro". Aparecieron nubes ondulantes, la arena del desierto se fundió y se volvió verdosa. Él y sus compañeros se aterrorizaron. En todo el laboratorio se instauró el silencio absoluto durante todo el mes siguiente a la prueba y los científicos supieron que se habían lanzado las bombas de Nagasaki e Hiroshima a través de los diarios.
En el libro, Glauber también habla de algunos casos de espionaje y de la injusta persecución de Oppenheimer, el líder científico del Proyecto Manhattan, que después del lanzamiento de la bomba fue víctima de la caza de brujas liderada por un senador con problemas con la bebida, Joseph Raymond McCarthy. Fue un procedimiento en el cual se inventaban normas legales a medida que avanzaba, relata Glauber. Fuera como fuera, la familia de Oppenheimer también se vio afectada por todo ello: su hija se suicidó y el hijo se hizo carpintero y se aisló en las montañas. "Oppenheimer fue un mártir de la histeria", dice Glauber.
Después de Los Alamos, Glauber prosiguió su carrera como físico. El Nobel fue del todo inesperado. Se casó, se divorció y crio solo a sus dos hijos. Ser padre a jornada completa, explica, hizo que tuviera menos tiempo para investigar o publicar artículos con los resultados, y de alguna manera su carrera científica se resintió. Recibió el premio Nobel en 2005 por unos trabajos realizados en 1964, cuando todavía estaba casado y no tenía que hacerse cargo de los hijos a solas. Con todo, Glauber dice que no habría cambiado para nada del mundo su experiencia como padre.
No se puede detener el conocimiento ni la capacidad de destrucción
¿La bomba atómica sirvió para dar miedo y parar guerras? "La historia del siglo XX está condicionada por la carrera armamentística, pero también es cuando hemos vivido un periodo más largo de paz en muchos países", dice Latorre. "Si la capacidad de destrucción de las armas no fuera tan grande, seguramente ahora estaríamos en una Tercera Guerra Mundial. Hay una contención precisamente por esta capacidad destructiva", añade. Sea como fuere, según el físico, el conocimiento no se puede parar. Hay millones de personas estudiando en universidades de todo el mundo: "Tarde o temprano llegan a unos resultados y es inevitable que se logre una capacidad de destrucción ilimitada. No se pueden detener el conocimiento humano ni la ciencia; lo que tenemos sobre la mesa es un problema ético", concluye el físico.