Acabamos con la leyenda urbana que dice que la relación entre madres e hijas es complicada
BarcelonaMi madre tiene ochenta y seis años y vive en una residencia. Lleva años sufriendo una demencia severa y la mujer que leía a Tolstoi se ha convertido en una niña de tres años que juega con una muñeca. Ya no recuerda quién es. Ya no recuerda quién soy. Ya no recuerda que escribo, ni que salgo por la tele o la radio, y ya no puede presumir de ello porque ya no sabe qué significa "presumir". Tampoco recuerda lo que pensaba de Anna Karenina, que qué disparate enamorarse del conde Vronski con el hombre tanto como tenía que tener. Hasta aquí las malas noticias.
Ahora comienzan las buenas y aviso de que no son políticamente correctas. Ahora, cada vez que me ve, mi madre sonríe. Ya no lo hace porque ha podido contar a las compañeras del casal de ancianos que me ha visto en el programa de Melero. O porque alguien le ha dicho que se ha leído un libro o un artículo de los míos o porque han visto mi nombre en los créditos de la serie del mediodía. Sonríe porque está contenta de ver mi cara. Vale, como dice una de mis hermanas (no llamaré su nombre, no lo diré), sonríe a todo el mundo. Y qué. A mí también. Porque en tiempo AAN, o sea, Antes del Apocalipsis Neuronal, mi madre cada vez que me veía a veces sonreía, pero la mayoría suspiraba. Un suspiro de aquellos dramáticos que tenía mil significados y ninguno bueno. Me amaba. Muchísimo. Pero de una forma complicada y patriarcal. Y me jodía que aquella mierda de leyenda urbana que dice que la relación entre madres e hijas es complicada se cumpliera punto por punto.
Cuando me quedé embarazada por primera vez pedí a todas las diosas del Olimpo que me concedieran una hija para poder reescribir la maldición familiar. Y así fue. Y desde hace veintiséis años trato de construir una relación diferente y mucho más libre entre mi hija y yo. Que nadie piense que tenemos la típica relación simbiótica que sale en las películas donde aparecen madres e hijas que son y actúan como las mejores amigas (amigas ya tenemos, coi). Y tampoco puedo decir que haya sido fácil. Pero estoy contenta de explicar que tenemos una relación madura y profunda. Y que nos respetamos. Que la respeto.
Hace poco ha tomado una decisión que me enganchó por sorpresa. Vemos la vida de forma muy parecida pero no siempre. Y sé que cuando me lo contó sufría por cómo me lo iba a coger. El rastro de tantos años de relaciones tóxicas entre madres e hijas deja huella y aunque en nosotros no es así, el pasado pesa y mucho.
Un día que me contaba detalles y se apresuraba a justificarse ("mamá, ya sé que eso a ti no...") la corté. Y le prometí de todo corazón que en todo lo que decidiera me tendría a su lado. Que lo importante era que fuera feliz. Y que, por favor, se olvidara de darme explicaciones. Hace reír mucho que en algunas cosas seamos tan distintas, pero en realidad es una gran fortuna, un regalo que me envía el Universo, porque ahora puedo demostrar que la historia familiar no tiene por qué repetirse. Y que las maldiciones sobre madres e hijas se borran con luz y con amor.