Napoleón (como mal menor)

Parece inevitable que los presidentes franceses acaben convirtiéndose en Napoleón. Quizás con la excepción de Jacques Chirac, que era realmente feliz en el Salón de la Agricultura, en algún momento son deglutidos por la grandeur y el aislamiento. Es el caso hoy de Emmanuel Macron, que mira el caos político como si no fuera con él y elige a primeros ministros sin trabajar antes las coaliciones ni las políticas a las que la Asamblea Nacional deberá apoyar. Macron está convencido de su infalibilidad presidencial y lo expresa sin rubor: "Los partidos políticos son los únicos responsables del desorden" y "No están a la altura del momento". Tomando distancia, aplaza convocar elecciones presidenciales, pero mucho deberían cambiar las cosas para que acabe evitando la llegada de la extrema derecha.

Francia vive un momento de incertidumbre estructural. La crisis política que rodea al presidente Macron y su gobierno coincide con una situación económica frágil y un evidente desgaste interno dentro de su propio campo y el sistema político. Lo que tenia que ser el "momento reformista" de una Francia moderna y centrada está poniendo a prueba la resistencia de la V República.

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"Macron sigue actuando como si fuera el hombre fuerte del régimen, pero ya no dispone de las herramientas para sostener esta ficción", escribía Le Monde el pasado 13 de octubre. El presidente, reelegido en el 2022, se enfrenta a una Asamblea fragmentada, una oposición agresiva que espera su turno cada vez antes y un electorado fatigado.

La sucesión de gobiernos –cinco primeros ministros y más de cien ministros en tres años– ha erosionado la credibilidad institucional. El actual jefe de gobierno, Sébastien Lecornu, intenta mantener el timón, pero su autoridad es percibida como una extensión del Elíseo más que como un liderazgo autónomo y está desgastado por una dimisión falsa después de 26 días de vida de su primer gobierno. En el semanario Le Point han descrito el ambiente como una "infantilización de la política", en la que Macron centraliza las decisiones sin ofrecer una estrategia clara de salida. Un Macron profesoral habla a unos alumnos que ni lo escuchan ni le hacen ningún caso.

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Un Himalaya presupuestario

Si la crisis política es profunda, la situación económica es su reflejo. Francia arrastra una deuda de 3,4 billones de euros (115,6% del PIB) y un déficit cercano al 5,7%, uno de los más elevados de la zona euro. El primer ministro Lecornu habla de un "Himalaya presupuestario": un muro de ajustes, reformas y sacrificios que el gobierno no puede escalar sin romper su propio bloque político, como ha hecho esta semana. El FMI prevé que el déficit siga creciendo en el 2026 y las agencias de calificación degradan la nota francesa.

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La falta de un gobierno estable y la incertidumbre sobre las futuras decisiones fiscales, presupuestarias y reguladoras han paralizado la confianza tanto de los empresarios como de los consumidores. Muchas empresas aplazan sus inversiones o suspenden proyectos ante la imposibilidad de prever cuál será el marco político y económico de los próximos meses. Esta prudencia se extiende también a los inversores internacionales, que comienzan a percibir Francia como un entorno más inseguro y menos atractivo que antes. Hay menos actividad, menos contrataciones y una notable reducción de la inversión privada. El crecimiento se mantiene en niveles muy bajos y amenaza con arrastrar también a otras economías europeas dependientes de la demanda francesa.

La confianza de los mercados es frágil, y cada nueva concesión política –como la suspensión temporal de la reforma de las pensiones– aumenta la sensación de que Francia vive del crédito político tanto como del financiero.

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Una fatiga democrática anunciada

El problema de fondo ya no es solo la gestión del poder, sino la pérdida de confianza colectiva. Francia parece atrapada en una paradoja: el estado sigue siendo fuerte, pero su legitimidad se debilita; el presidente mantiene el poder formal, pero ya no puede transformarlo en acción efectiva. En palabras de Le Monde: "Lo que Francia vive hoy no es solo una crisis política. Es una crisis de régimen: el contrato entre el poder, la sociedad y el estado se ha roto".

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El diagnóstico de Emmanuel Todd en Après la démocratie (2008) parece hoy más pertinente que nunca. Todd advertía de que Francia andaba hacia un vacío ideológico y moral, fruto de la desaparición de los grandes relatos y de la pérdida de cohesión social. "Cuando la democracia se convierte en una forma sin contenido –escribía–, los ciudadanos dejan de sentirse implicados y el poder ya no encuentra legitimidad más allá de su propia representación".

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Todd identificaba ya entonces los síntomas que hoy son visibles: el agotamiento de la educación cívica, la fractura entre el pueblo y las élites y la transformación de la política en un espectáculo de comunicación. "Nuestras sociedades alfabetizadas, pero desconectadas, acaban replegándose sobre sí mismas –decía–, y confunden el ejercicio del voto con la experiencia de la democracia".

Lo que Francia vive hoy es, tal vez, la culminación de esta fatiga democrática. En definitiva, el macronismo, que había nacido como una promesa de regeneración, se ha convertido en un síntoma más de una democracia cansada de sí misma.