Mucho más que recetas: la cocina catalana es paisaje, memoria y oficio
Desde los platos de casa hasta los fogones de los grandes chefs, la cocina catalana explica quiénes somos y cómo vivimos. Enraizada en el territorio, basada en la proximidad y el aprovechamiento, reivindica una forma de hacer que conecta generaciones y resiste la homogeneización alimentaria.
En Cataluña, paisaje y gastronomía se funden de una manera casi inseparable. "La cocina explica cómo es nuestra tierra: habla de nuestros campos y de nuestros bosques, de los rebaños y huertos, de los cambios de luz y temperatura a lo largo del año", explica al ARA Josep Sucarrats, periodista gastronómico y director de la revista Raíces. Esta vinculación directa con el entorno ha dado forma a un recetario tan estacional como territorial, con platos que varían no sólo según el calendario, sino también según el territorio. "Catalunya es imposible de resumir con cuatro recetas, porque las diferencias entre comarcas son muy acusadas y son cuna de recetas muy distintas", recuerda.
En un momento en el que crece la conciencia ambiental y la preocupación por la salud, la cocina catalana tradicional vuelve a aparecer como una aliada natural. Bebe de los principios de la dieta mediterránea –equilibrio, temporada, proximidad– y ha sido desde siempre una cocina de aprovechamiento. "No hemos vivido en un país en el que haya sobrado la comida –recuerda Sucarrats–, por lo que hemos tenido que encontrar recetas y maneras de aprovecharla y alargarla". Esta sabiduría popular, a menudo nacida de la necesidad, toma hoy un nuevo valor. Más que una memoria del pasado, la cocina catalana es un patrimonio vivo que nos ayuda a imaginar formas de vivir más arraigadas, más justas y más sostenibles.
La riqueza y variedad del recetario catalán es fruto directo de la diversidad paisajística y climática del país. Esta relación entre territorio y cocina ha sido reconocida con la distinción de Cataluña como Región Mundial de la Gastronomía 2025, la primera región europea en recibir este título. Más allá del reconocimiento internacional, la distinción sirve para poner en valor la calidad y singularidad de los productos catalanes, el trabajo de los agricultores, ganaderos y pescadores, y la capacidad de nuestro sistema alimenticio para combinar tradición e innovación. En este marco se enmarcan iniciativas como "12 meses, 12 paisajes", que cada mes da protagonismo a un producto y un entorno diferente del país, o "Héroes del Rebost", que reconoce la diversidad y la riqueza de los alimentos que han construido nuestra cocina.
Esta riqueza gastronómica no está sólo presente: también es trayectoria. La cocina catalana tiene más de 700 años de tradición escrita, con referentes como elLibro de Sent Soví, publicado en el siglo XIV, considerado el primer recetario de Europa en una lengua no latina. Maestros como Josep Lladonosa han sabido recuperar este legado y dar nueva vida a platos antiguos en obras comoLa cocina catalana de hace 700 años. En esta misma línea se inscribe el proyecto Gastrosavias, impulsado por el Departamento de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentación con el apoyo de la Fundación Alícia, que recoge y transmite el conocimiento de las mujeres mayores del territorio, preservando un patrimonio culinario vivo que conecta a generaciones y refuerza la autoestima colectiva.
El paisaje, en los fogones
Esta visión de la cocina como reflejo del paisaje y la memoria no es sólo una idea, sino una práctica viva en muchos de los mejores restaurantes del país. En Les Cols, en Olot, llevan años trabajando con la huerta tradicional de la Garrotxa y con lo que ellos mismos llaman "la cocina mística del paisaje". Platos que parten del producto humilde y del ciclo inmutable de las estaciones, evocando los sabores de siempre con un lenguaje contemporáneo. "Nos gusta reinterpretar la tradición para preservarla", explican las chefs Fina Puigdevall y Martina Puigvert. Su proyecto, reconocido con dos estrellas Michelin y una estrella verde por la sostenibilidad, demuestra que puede alcanzarse el máximo nivel sin renunciar al origen.
Para Puigdevall y Puigvert, reinterpretar la tradición no es una renuncia al pasado, sino una forma de contarlo con un lenguaje nuevo. "Nos gusta ofrecer lo más íntimo y familiar pero con una mirada de hoy, y tener la naturaleza y el paisaje como fuente de inspiración", explican. Desde la cocina de Les Cols, defienden una manera de hacer sobria, refinada, conectada con la tierra y con el ciclo inmutable de las estaciones. "Es esencial que la cocina represente a nuestro territorio, ofreciendo platos con alimentos no viajados, que sean el fiel reflejo de nuestro paisaje", afirman. Este compromiso con el entorno se traduce también en una apuesta por la sostenibilidad, autenticidad y respeto al producto humilde. "Reinterpretamos los productos que nos ofrece la tierra y su entorno y jugamos con el contraste entre tradición y vanguardia", terminan.
En Lleida, el restaurante Sexto practica una filosofía similar. "Nos vinculamos con el territorio a través de los productores y elaboradores que colaboran con nosotros", explica el chef Àngel Esteve. Su carta, corta y cambiante, responde al ritmo de las estaciones ya lo que ofrece el entorno inmediato. Desde la cocina, defienden una conexión directa con la tradición. "Una simple escudella me parece un plato fuera de serie", dice, reivindicando también la picadura, los caldos y el sofrito como esencia de la cocina catalana. La reinterpretación, para él, no debe esconder el producto. "En el momento en que no percibes el ingrediente principal, creo que ya se ha perdido el hilo de la tradición", opina.
Para él, la cocina catalana también es una forma de volver a casa. "Cuando he estado fuera es cuando me he dado cuenta de la importancia de las cosas básicas que tenemos tan integradas", explica. El recuerdo de la torre familiar, donde cosechaban verduras, fruta y hierbas, impregna aún hoy su forma de cocinar. "Tener el entorno tan cerca nos permite cocinar desde el instinto", dice. Esta naturalidad no es sólo una cuestión de producto, sino también de cultura: compartir mesa, cocinar a fuego lento, amar lo que se tiene. "Esto es nuestra mayor deuda en la sociedad: aprovechar todo lo que entra en nuestro país y valorarlo", concluye.
Una cocina que es territorio y cultura
La cocina catalana no se explica sin el territorio, y el territorio también puede leerse a través de los productos que nacen. Las Denominaciones de Origen Protegidas (DOP) y las Indicaciones Geográficas Protegidas (IGP) son mucho más que sellos: son una forma de reconocer las características únicas de los alimentos vinculados a un paisaje, una tradición y una forma de hacer. Son numerosos los productos que son Denominación de Origen Protegida (DOP): en las tierras volcánicas de la Garrotxa nacen los Frijoles de Santa Pau, finísimos y cremosos, mientras que en la Plana de Lleida maduran las Peres de Lleida, dulces y jugosas; en las comarcas de montaña, el Queso y la Mantequilla del Alt Urgell y la Cerdanya se producen con leche de vacas que pastan entre prados de alta montaña. Y alrededor del Vallès y el Maresme, la Judía del Ganxet crece con una forma singular y una textura delicada que la hacen ideal para platos de invierno; también hay frutos secos como la Avellana de Reus, base de muchas elaboraciones dulces, o cereales como el Arroz del Delta del Ebro, imprescindible en arroces marineros y de montaña.
En cuanto a los aceites, Cataluña es tierra de gran tradición oleícola, con cinco DOP reconocidas: Siurana, Les Garrigues, Empordà, Terra Alta y Baix Ebre-Montsià. Presentan matices y sabores distintos según el suelo y el clima. Son aceites afrutados, equilibrados, con carácter, e indispensables para preparaciones como el romesco, el xató o una simple rebanada con tomate. También contamos con productos lácteos como el Queso Garrotxa, que recupera una elaboración tradicional de la zona volcánica con un sabor suave y textura firme. No faltan los productos cárnicos como el Salchichón de Vic, el Gallo del Penedès, el Pollo y Capó del Prat o la Ternera de los Pirineos Catalanes, que mantienen viva una manera de criar y cocinar que conecta con recetas festivas, asados y platos de domingo.
Finalmente, encontramos IGP tan emblemáticas como el Calçot de Valls o el Pan de Pagès Català, con su costra gruesa y miga húmeda, protagonista indiscutible del pan con tomate. Las Patatas de Prades, cultivadas a más de 1.000 metros de altitud, tienen una textura ideal para trinchados y guisos, mientras que la Manzana de Girona y las Clementinas de las Terres de l'Ebre aportan frescura y vitaminas a la alimentación diaria. El Turrón de Agramunt, que forma parte del folclore gastronómico navideño, cierra el círculo de un conjunto de productos que, más allá del sabor, explican el país: su diversidad, su esfuerzo, su cultura y su capacidad de preservar el oficio en un mundo que cambia.
En unos tiempos en los que todo tiende a la homogeneización y la velocidad, la cocina catalana mantiene vivo un legado basado en el territorio, la proximidad y la memoria. Desde el campesinado hasta los hornos, desde los pequeños productores hasta los cocineros que interpretan el paisaje, este patrimonio gastronómico sigue evolucionando sin desconectarse de las raíces. Reivindicarlo no es sólo preservar un recetario, sino defender una forma de producir, de consumir y de relacionarnos con la alimentación que pone en valor la calidad, la sostenibilidad y la identidad propia.
Los productos con sello DOP e IGP son mucho más que alimentos: cultura, paisaje y oficio. Apostar es cuidar la salud, apoyar al campesinado y preservar la diversidad gastronómica del país.
El territorio catalán también puede leerse a través de los sellos de calidad alimentaria. Las Denominaciones de Origen Protegidas (DOP) y las Indicaciones Geográficas Protegidas (IGP) son una forma de organizar el paisaje agroalimentario poniendo en valor lo que hace singular cada territorio: el suelo, el clima, la forma de hacer, las variedades locales, la sabiduría acumulada. A diferencia de las especialidades tradicionales garantizadas, que reconocen recetas o métodos de producción, la DOP y la IGP certifican que los alimentos tienen un vínculo directo con el sitio donde se realizan. Así, cada queso, aceite, fruta o embutido con sello europeo explica una parte del país, a la vez que protege a los campesinos y productores que le dan sentido.
Actualmente, en Cataluña hay once IGP reconocidas. Son El Calçot de Valls, las Clementinas de las Terres de l'Ebre, el Queso Garrotxa, el Gall del Penedès, el Salchichón de Vic, el Pan de Pagès Català, las Patatas de Prades, el Pollo y Capó del Prat, la Manzana de Girona, el Turrón de Agramunt y la Ternera de los Pirineos. Todos ellos son ejemplos de elaboraciones tradicionales que conservan el oficio, trazabilidad y calidad en un contexto marcado por la globalización alimentaria. Incorporarlos a la dieta cotidiana es una forma de cuidar la salud, la economía local y la diversidad gastronómica del país.
DOP, en Catalunya hay doce. Se trata del Arroz del Delta del Ebro, la Avellana de Reus, los Frijoles de Santa Pau, el Queso del Alt Urgell y la Cerdanya, el Aceite de les Garrigues, la Mantequilla del Alt Urgell y la Cerdanya, la Judía del Ganxet, el Aceite del Empord el Aceite de la Terra Alta, la Pera de Lleida y el Aceite de Siurana. Cada uno de estos alimentos encapsula el gusto del territorio del que proviene y protege un patrimonio agroalimentario ligado a la tierra, la gente y la cultura de cada comarca.