Un cónclave con factor político
La Iglesia católica siempre ha estado dividida. Ya en los primeros años, Pedro y Pablo mantuvieron diferencias doctrinales y personales. El jefe de los apóstoles consideraba imprescindible la circuncisión, mientras que a Pablo, el apóstol de los gentiles (que no había conocido a Jesús personalmente), la cuestión del prepucio y, en general, la doctrina judía, le parecía irrelevante. Se reunieron varias veces en Jerusalén y acordaron continuar en desacuerdo, cada uno por su parte. Las divisiones actuales, por tanto, no son nada nuevo.
En algunos cónclaves, sin embargo, los factores políticos tienen un peso inusual. Y este puede ser uno de ellos, como ya lo fueron los dos de 1978. Entonces pesaba mucho la actitud frente al comunismo. Ahora pesa el auge de la extrema derecha y de los movimientos reaccionarios.
En 1949, al comienzo de la Guerra Fría, Pío XII decretó la excomunión para los católicos que promovieran el comunismo. Quince años después, Pablo VI ya no amagaba con la excomunión, pero, en su primera encíclica, Ecclesiam suam (1964), redactada poco después de la crisis de los misiles en Cuba (1962), y con la Guerra Fría en su apogeo, condenó "los sistemas ideológicos que niegan a Dios y oprimen a la Iglesia, sistemas identificados frecuentemente con regímenes económicos, sociales y políticos, y entre ellos especialmente el comunismo ateo".
En 1978, la Guerra Fría entraba en su fase final. Tras la muerte de Pablo VI, el cardenal Giuseppe Siri, arzobispo de Génova, parecía tener asegurada la elección. De hecho, incluso se decía que ya había sido elegido en el cónclave de 1958 y que había renunciado a favor del que sería Juan XXIII. Entonces, como ahora (hay que subrayarlo), la diferencia fundamental entre "conservadores" y "progresistas" consistía en la posición respecto a las innovaciones del Concilio Vaticano II.
Pero Siri, además de conservador, era ferozmente anticomunista. Los obispos de la Europa oriental temían que su elección desatara una ola de represión anticatólica en los países comunistas, y finalmente se optó, casi por unanimidad, por un hombre "bueno y dialogante", Albino Luciani, Juan Pablo I.
La muerte de Juan Pablo I al cabo de solo 33 días de papado forzó un nuevo cónclave y volvió a plantear la cuestión del comunismo. Los progresistas se unieron en torno a Giovanni Benelli y los conservadores se agruparon de nuevo en torno a Siri. Las posturas de todos los grupos resultaban irreconciliables. Fue entonces cuando, por sugerencia austriaca, surgió la opción de un papa venido, precisamente, de un país comunista. El Opus Dei llevaba tiempo promocionando la figura del cardenal de Cracovia, el polaco Karol Wojtyla. Y fue el escogido. Su cruzada anticomunista y su triunfo personal, cuando en 1989 el imperio soviético se empezó a derrumbar, son bien conocidos.
Fractura política y trumpismo global
Ahora, después de los años de Francisco, la división profunda sigue arraigada en el Concilio Vaticano II y en la posición respecto a cuestiones como las prácticas anticonceptivas, el divorcio, la homosexualidad, el ritual o el papel de la mujer en la gestión del catolicismo, a las que se añade el horroroso asunto de la pederastia eclesial. Y la fractura política se centra en lo que genéricamente podríamos llamar "trumpismo global": la preponderancia de los ricos por encima de los pobres, la falta de caridad con los inmigrantes, la insolidaridad, el autoritarismo, etcétera.
No todos los cardenales conservadores son trumpistas. Estos, en realidad, constituyen un pequeño grupo encabezado por el estadounidense Raymond Burke y con figuras destacadas como el alemán Gerhard Müller o el guineano Robert Sarah. Pero han estado muy activos durante el papado de Francisco (a quien han acusado públicamente de herejía y del que han deseado la muerte en varias ocasiones) y lo estarán, casi seguro, en el cónclave.
El propio Donald Trump, con un gusto discutible, ha atizado el debate difundiendo un retrato suyo como nuevo papa. Francisco no se entendió ni con Donald Trump ni con su compatriota argentino Javier Milei, ni por lo general con la "nueva derecha". Los cardenales son conscientes de que la Iglesia católica tiene una misión salvífica y, al mismo tiempo, debe actuar ante los problemas terrenales de su época.
Como en 1978, en la elección del nuevo papa habrá que considerar dos opciones: o contemporizar con una corriente política poderosa —antes el comunismo, ahora el trumpismo— o enfrentarse a ella.