La Europa del mal menor

Cada vez que Francia o la Unión Europea han dado por conjurada la amenaza de la extrema derecha, los tiempos y las urnas la han desmentido. Como en 2017, la victoria de Macron, si se confirma, se volverá a vivir como un alivio. Pero las encuestas seguirán diciendo que tres cuartas partes de los franceses creen que su país está en declive. Del mismo modo que el último Eurobarómetro sobre el futuro de Europa confirma que las “desigualdades sociales” son el principal reto para la UE, según los ciudadanos encuestados, y que uno de cada tres identifica el paro y el cambio climático como los otros dos grandes temas que le preocupa de cara al futuro. El pesimismo, individual y colectivo, se ha instalado en el imaginario de una parte importante del electorado. Las percepciones determinan el voto y la desconfianza en el sistema -como bien saben los franceses- alimenta visiones alternativas y el descrédito en las instituciones.

Marine Le Pen ha hecho de este pesimismo, de esta sospecha permanente, el mortero de su argumentario. Como dijo el escritor francés Sylvain Tesson, “Francia es un paraíso habitado por gente que se piensa que está en el infierno”.

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El proyecto de Le Pen es el mismo que el de Viktor Orbán o Jaroslaw Kaczynski: una unión de naciones soberanas partidaria de adelgazar al máximo la Europa institucional porque, según ellos, la legitimidad democrática recae únicamente en los estados y la primacía del derecho nacional está por encima del Tribunal de Justicia de Luxemburgo.

Una hipotética victoria de la líder de Reagrupamiento Nacional supondría el triunfo del regreso del estado nación, el desafío definitivo a las reglas de juego que han imperado hasta ahora y la sublimación de muchas políticas excluyentes que ya se han ido incorporando en las agendas de muchos gobiernos europeos. Incluso si Marine Le Pen no llega finalmente al Elíseo, la agenda de la extrema derecha ya forma parte de la política europea.

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Estas elecciones francesas han demostrado los límites del miedo a la extrema derecha como efecto movilizador y la necesidad de superar la estrategia de “diabolización del líder o de su organización” y “llevar el combate al nivel del debate político y de las proposiciones económicas y sociales”, como advertía ya en 1995 el politólogo Pascal Perrineau. Y aquí estamos, más de un cuarto de siglo después, todavía escribiendo sobre los efectos devastadores que tendría una victoria de la extrema derecha en el segundo país económicamente y demográficamente más importante de la Unión Europea. El propio Macron no se ha arremangado para defender los resultados de su política económica hasta la segunda vuelta electoral, cuando se ha encontrado delante a una Marine Le Pen autoinvestida candidata de la Francia obrera y de los jóvenes desencantados.

Declive económico y demográfico

El paraíso perdido de los franceses es el banco de pruebas de una Europa en declive económico y demográfico en un mundo donde emerge, cada vez más potente, un nuevo orden geopolítico con China y el Pacífico como nuevo núcleo de poder. Por eso, reeditar la victoria del mal menor -aunque convierta a Macron en el único presidente francés que consigue ser reelegido en los últimos veinte años-, si solo sirve para volver a comprar tiempos, acabará tarde o temprano en derrota.

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El hecho de que se haya normalizado el paso de Le Pen a la segunda vuelta, y de que las dos grandes familias políticas que durante décadas han estructurado políticamente Francia y Europa se hayan visto relegadas a la irrelevancia electoral, demuestra la profundidad de la crisis de un sistema que la victoria de Macron de 2017 no salvó. Solo la difirió.