La liberación de Loujain al-Hathloul, una pequeña concesión saudí
Pensaba hace unos días en la ironía que supone que muchos de los levantamientos populares y de las campañas en defensa de derechos básicos sean dirigidos por mujeres en medio planeta. En Bielorusia, Rusia o Polonia las manifestaciones, las protestas, las denuncias y las insurrecciones tienen rostro femenino, y como en otros muchos países las mujeres de los opositores toman su relevo cuando éstos acaban en prisión. Liderar por herencia o por sentimiento de responsabilidad es una función que asumen mujeres en buena parte del mundo: en la conservadora Bangladesh dos féminas se alternan en el cargo, ambas viudas de los respectivos líderes nacionales, aunque no por motivos precisamente altruistas sino por alimentar la red clientelista creada originalmente por aquellos. En Occidente, el patriarcado solo admite desde hace pocas décadas que profesionales de talento y carisma -y cromosoma X- lleguen a los máximos cargos de poder. Fuera del mundo occidental, ni siquiera se tolera -salvo excepciones propiciadas por carambolas circunstanciales- a pesar de que ellas siguen asumiendo en sus mentes y en sus cuerpos parte de la carga que implica exigir derechos para sus colectivos.
El mundo se congratula por la liberación de Loujain al Hathloul tras 1001 noches -menuda ironía numérica- de una cárcel de Arabia Saudí, en lugar de rasgarse las vestiduras por seguir tolerando a un régimen teocrático y misógino capaz de decapitar, descuartizar y desmembrar a disidentes políticos como si siguiera en la Edad Media. Loujain, hoy de 31 años, ingresó en prisión plena de juventud y orgullosa de haber liderado una campaña que tenía como objetivo que se permitiera a las mujeres saudíes -tuteladas toda la vida por los varones, como si fueran eternas menores de edad- conducir sus automóviles: algo tan básico, tan obvio que terminaría siendo reconocido como derecho un mes después, eso sí, de encarcelar a la activista y a otras tantas como ella.
Un tribunal antiterrorista -el más indicado, según Riad, para juzgar su comportamiento subversivo- la condenó a cinco años. La cuestión de fondo no era conducir: el problema, para la monarquía saudí y su moderno príncipe heredero Mohamad Bin Salman, era que nadie, y menos una mujer, osara decirle lo que tenía que hacer. Y Loujain lo pagó con más de tres años en prisión que le dejaron el cuerpo consumido y el pelo parcialmente gris: su familia denunció que durante ese tiempo ha sido torturada mediante ahogamiento, descargas eléctricas, agresiones sexuales y ha padecido periodos de confinamiento solitario. Su pesadilla no acaba con su puesta en libertad: se le ha impuesto una prohibición que le impide salir de Arabia Saudí durante los próximos cinco años.
Su hermana, vocal defensora de su liberación, modula su alegría asegurando que ésta no será completa salvo que Loujain pueda recuperar totalmente su libertad de movimientos, lo que le permitiría salir del país/cárcel donde ha nacido. “El empoderamiento de las mujeres en Arabia Saudí es realmente una mentira. No hemos visto reformas reales”, denuncia Lina al Hathoul, impulsora de la campaña que incansablemente ha exigido la liberación de la activista a lo largo de estos años. “La gente aún sigue oprimida, y más aún ahora. Hay una atmósfera de miedo real bajo el mandato de MBS”, asegura desde Bruselas, donde se ha instalado.
Ambas hermanas agradecen las gestiones al nuevo presidente norteamericano, Joe Biden, lo cual revela cierto grado de implicación de la nueva administración norteamericana, dado que hace menos de un mes desde que la nueva Administración comenzó a trabajar. Sobre todo, el gesto implica un cambio extraordinario respecto al anterior gobierno de Washington, que protegió a la teocracia saudí incluso cuando se demostró que el príncipe heredero había ordenado el descuartizamiento en una de sus sedes diplomáticas de uno de sus más importantes críticos, el colaborador del diario estadounidense The Washington Post Jamal Khasshoggi. Nada extraño para un presidente, Donald Trump, que llegó a retirarse del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas convencido de la escasa importancia de defender derechos elementales, democracias o libertades en un mundo donde la impunidad se abre paso a bocados, y más en una era pandémica donde las prioridades de las grandes capitales occidentales se limitan a mantener la economía a flote y la tasa de mortalidad de sus ciudadanos lo más baja posible.