Oriente Próximo

Siria, un año después: calles que respiran, heridas que no se cierran

La reconstrucción del país avanza lentamente a la espera de inversiones, mientras que el 80% de la población vive bajo el umbral de la pobreza

DamascoEl amanecer llega poco a poco a Damasco y se filtra entre edificios viejos y balcones de donde cuelgan guirnaldas de cables ennegrecidos. La ciudad se despierta entre el silbato de los generadores y el olor a pan recién salido de hornos que llevan tiempo funcionando a medio gas. Un año después de la caída de Bashar el Asad, el país vive atrapado en una especie de limbo. No hay guerra ni paz. Ni ruina total ni recuperación. Hay sólo un territorio suspendido donde las certezas se deshacen en cuanto se pronuncian.

En los pasillos del mercadillo Al-Hamidiyah, la actividad vuelve a parecerse a la de otros tiempos: tiendas apretadas, bolsas que cambian de manos, turistas del Golfo fotografiando las vueltas oscuras del mercado. Pero bajo este movimiento late una economía exhausta. El Hamid, artesano de moho (sombrero rojo árabe), organiza con paciencia sus fieltros rojos. "Nuestro trabajo es manual; sobrevivimos incluso sin luz", dice sin detener las manos. Luego baja la voz. "El país funciona como una lámpara vieja: a ratos ilumina, a ratos chispea".

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A pocos metros, Rami, que tiene una tienda de ropa, resume la sensación de incertidumbre: "La gente vuelve a comprar, sí. Pero la electricidad es inestable y los precios cambian cada semana. Hoy estamos mejor que hace un año, pero nadie sabe si va a durar". Para él, la caída del régimen trajo oxígeno; para otros, sólo un breve respiro.

Detrás de estas voces se esconde una realidad que el asfalto no logra disimular. Según datos recientes, más del 80% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza; la cesta básica es inalcanzable para la mayoría, y la libra siria, a pesar de una tímida estabilización, todavía no se ha equilibrado. Las nuevas autoridades hablan de "reconstrucción gradual" y de "confianza internacional", pero la comunidad financiera extranjera observa con distancia: no ve garantías, ni infraestructuras, ni seguridad suficiente para invertir en serio. La ONU calcula que, al ritmo actual, Siria tardará décadas en recuperar indicadores básicos de vida.

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Sin embargo, la vida en Damasco se aferra a los matices. Bab Tuma, el histórico barrio cristiano, vibra de forma particular: talleres que abren dos horas antes para evitar los cortes de electricidad, cafeterías que cambian de generador como quien cambia de interlocutor incómodo, comerciantes que ajustan los precios a diario. Abu Youssef, propietario de una tienda de maderas, no esconde su alivio por el fin del régimen: "Antes vivíamos con miedo a las patrullas, a las multas inventadas, a los controles. Ahora importamos sin sustos. E incluso renovar una casa es más barato". Su afirmación contrasta con el gesto escéptico de Hadi, vendedor de herramientas. "Sí, hay mejoras. Pero el país es como un coche viejo que arranca, pero no sabes si va a llegar al final del camino".

Fuera del corazón de la capital, la situación es diferente. En los suburbios del sur –Hajar el Aswad, Yarmouk, Qadam–, el tiempo parece detenerse en el momento exacto de la explosión. Casas sin techos, escaleras que no llevan a ninguna parte, tuberías expuestas como esqueletos. En muchos de estos barrios vivían comunidades diversas: familias palestinas, kurdas, cristianas y desplazadas de otras provincias. La promesa de que el nuevo gobierno facilitaría su retorno se ha diluido entre trámites imposibles, falta de servicios y obstáculos administrativos que afectan sobre todo a minorías, mujeres solas y personas sin documentos en regla.

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Una reconstrucción lenta y sin soporte

En Hajar el Aswad, Umm Salim barre ante la puerta sin puerta de su antigua casa. Su marido reconstruye, con ladrillos rescatados de un edificio derrumbado, una cocina que no tiene agua. "Regresamos porque no teníamos a dónde ir. Pero aquí sobrevivimos con nuestra propia fuerza, no gracias a nadie". Lo dice sin acritud, como si constatara algo más de la vida.

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Mientras tanto, dentro del barrio, los obreros improvisados ​​se multiplican. Jóvenes sin trabajo fijo que levantan muros por pocas libras; vecinos que comparten herramientas, y mujeres que cargan cubos de cemento entre escombros que huelen a humedad y metal quemado. La reconstrucción estatal avanza tan lentamente que la gente ha decidido no esperar más. "Si esperamos que vuelvan las autoridades, nos haremos viejos", susurra un hombre mientras coloca tablones para asegurar el techo de lo que queda de su comedor.

La transición política también ha llegado a los medios. En la sede renovada de la agencia estatal, SANA, la editora Inas Safwan defiende un cambio que todavía cuesta ver desde fuera. "Ahora sí que podemos hablar de apertura –asegura–. Queremos ser un cuarto poder activo; que los periodistas sirios salgan, cubran, investiguen". Pero su discurso convive con la permanencia de estructuras antiguas: jefes que ocupan los mismos despachos desde hace años, restricciones de internet, miedo a la línea roja jamás definida. Los periodistas independientes, como los de la agencia Simah, mantienen una libertad vigilada. "Hay más margen –dice el fotógrafo Haitham–, pero seguimos caminando sobre hilos".

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En el centro, frente al Teatro Nacional, jóvenes universitarios llenan las cafeterías al atardecer. Hablan de becas, de sueños aplazados, de la posibilidad –remota– de viajar. La conversación termina siempre en lo mismo: inflación, salarios que no llegan, la sensación de vivir en un país que cambia sin dejar de ser lo mismo. "Al menos ya no sentimos que todo está bloqueado –dice Samer, estudiante–. Ahora el bloqueo es más lento y confuso, pero no total".

Cuando la noche envuelve a Damasco y las luces parpadean entre los cortes, la ciudad adquiere una fragilidad íntima. Desde el monte Qasioun, las avenidas parecen hilos de luz cosiendo un tejido roto. Los habitantes siguen moviéndose con una mezcla de fatiga y empeño, como si sostener la normalidad fuera un acto de resistencia más poderoso que cualquier consigna política.

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Un año después del cambio de poder, Siria transita un paisaje de contrastes, con una sociedad que intenta reponerse sin herramientas, una economía que quiere levantarse sin cimientos, y un estado que promete más de lo que puede cumplir. Pero también es un país donde la vida, tozudamente, insiste. Entre escombros, mercados, talleres y calles recuperadas, la esperanza se expresa en gestos ínfimos como reparar una ventana, reabrir una tienda, o volver a una casa que ya no existe. La transición, como la ciudad, avanza despacio. Pero avanza.