África

"Barcelona o muerte": los jóvenes senegaleses pierden el miedo al océano

El impacto de la pandemia reactiva la ruta migratoria desde África occidental hacia las Canarias

Mbour (Senegal)Los principales diarios de Senegal están expuestos en la puerta de una tienda de carretera, fijados con pinzas de tender la ropa para que el viento del Sahel no se los lleve. El vendedor, un hombre de ademán serio, los señala y coge uno. “L'Observateur es el más leído en el país”. En la portada destaca un titular: “El luto imposible de las familias de los migrantes desaparecidos en el mar”. En la página nueve está el reportaje, que habla con los familiares de algunos de los jóvenes senegaleses que murieron ahogados en el Atlántico a finales de octubre, después de que el motor de la patera con la que querían llegar a España explotara y se incendiara. Se calcula que 100 chicos perdieron la vida, y la mayoría de cadáveres nunca fueron recuperados. “A mis hijos no los podré mostrar nunca la tumba de su padre”, se lee en uno de los destacados.

Mamadou Thiam, un historiador reconvertido en guía turístico, mira el diario y suspira. “Esto. Esto sí que es una pandemia”, exclama. “Mira donde quieras, pregunta a quien quieras: en todas partes encontrarás jóvenes que quieren subir a un cayuco para ir a Europa”. 

Y Mamadou tiene razón. Él mismo nos acompaña a la localidad costera de Mbour, unos 80 kilómetros al sur de Dakar –la capital de Senegal–, el lugar desde donde salió la embarcación que acabó explotando en medio del mar ese 23 de octubre. Son las 11 de la mañana y en la playa principal centenares de hombres trabajan rodeados de cayucos, los barcos pesqueros característicos de África occidental y que a menudo se utilizan para hacer el viaje hacia Canarias.

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Monsieur, monsieur”, gritan un grupo de chicos que no deben de tener más de veinte años. Nos presentamos, y cuando saben que este periodista viene de Barcelona, se exaltan entre eufóricos y neguitosos. “Barça ou Barsax; Barça ou Barsax”, repite uno de ellos. Mamadou explica el significado de estas palabras. “Barça es Barcelona, y Barsax significa la muerte. Es una expresión que utilizan los jóvenes que están decididos a hacer la ruta hacia España. O llegan a Barcelona o mueren en el mar”. Efectivamente, todos ellos, salvo dos chicos –y son cerca de diez–, dicen estar preparados para hacerlo. Explican que aquí todo el mundo conoce a alguien que se ha jugado la vida en el mar, que algunos llegan y otros no, pero aseguran que la muerte no les da miedo. “Somos pescadores. Hemos vivido en el mar toda la vida y lo dominamos”, proclama uno de los jóvenes, que se hace llamar Petit. Junto con un chico que lleva una camiseta de los Lakers, arrancan la madera vieja de uno de los barcos de pesca para después sustituirla por láminas nuevas.

Petit baja el tono de voz y da dos golpes con la mano al casco de la embarcación, donde ha pintado un escudo del Barça. “Mira”, dice. “Cuando la tengamos reparada, nos marchamos a España. En septiembre”. Su amigo asiente con la cabeza. “Di a las televisiones de allí que venimos, y que solo queremos trabajar”. 

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El impacto de la pandemia

El otoño pasado, las imágenes del muelle de Arguineguín, en el sur de Gran Canaria, con miles de personas malviviendo amontonadas en campamentos improvisados después de haber llegado en patera a territorio español, volvieron a poner el foco sobre la ruta migratoria de África del Oeste. En 2020, el año de la pandemia, fue de récord: 745 cayucos con más de 23.000 personas consiguieron llegar al archipiélago, procedentes de las costas africanas, principalmente de Senegal, Mauritania, Marruecos y el Sáhara Occidental. La cifra suponía un 750% más que en 2019, cuando a las islas llegaron cerca de 1.400 personas.

El número de muertos también se disparó: si en 2019 murieron 413 personas, en 2020 este dato, como mínimo, se duplicó. La organización Caminando Fronteras, de hecho, calcula que 1.851 personas perdieron la vida. Pero las cifras de víctimas son siempre incompletas, porque muchos se ahogan sin que quede constancia en ninguna parte.

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A pesar de que hace décadas que funciona esta ruta –el primer naufragio de una patera se documentó en 1999–, hay nuevos factores que ayudan a entender el crecimiento de los últimos meses. En primer lugar, un problema de fondo que se ha ido agravando en los últimos años. Senegal, como otros países de la región, ha visto cómo sectores clave de su economía sufren un claro deterioro: desde la pesca, especialmente castigada por la presencia de grandes empresas extranjeras que explotan los mares africanos y dejan sin pescado a los pescadores locales; hasta la ganadería y la agricultura, también condicionadas por los intereses extranjeros y víctimas de un clima cada vez más extremo que, a menudo, imposibilita un futuro ligado a la tierra.

Y en segundo lugar está la pandemia, que ha agravado los viejos problemas. A pesar de que la incidencia del virus en buena parte de los países africanos no ha sido comparable a la de Europa –Senegal ha registrado hasta ahora unos 40.000 casos y poco más de 1.000 muertos–, la bofetada económica es enorme. No solo porque empobrecerá todavía más a la gente que ya vivía al día, sino porque ha atacado de pleno a otro de los motores económicos de Senegal: el turismo. 

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El mercado de Kermel, situado en uno de los corazones de Dakar, es un ejemplo de ello. Alrededor del edificio, construido en 1860 bajo dominio francés, hay un laberinto de tiendas que venden souvenirs. La insistencia de los vendedores para que compremos, a cualquier precio y cualquier cosa, evidencia que hace tiempo que esperan visitantes internacionales. En el interior del mercado, con paradas de pescado, carne, fruta y verdura, el clima de frustración es similar. “Muchas tiendas han cerrado”, dice un joven mientras nos ofrece gambas, o sardinas, o calamares. “Muchos de nuestros clientes eran restaurantes y hoteles que con el coronavirus han tenido que cerrar porque no hay turismo”, se lamenta. El joven levanta la mirada y señala dos puestos más allá. “Hace unas semanas, 14 personas que trabajaban aquí se marcharon hacia Europa. Nos mandaron un whatsapp diciéndonos que habían llegado, pero que cuatro habían muerto por el camino”. Y entonces, pronuncia la frase que resuena entre miles de senegaleses: “Si consigo uncayuco, yo me marcho a España mañana mismo”. 

Pero el vínculo entre el covid-19 y la reactivación de la travesía hacia Canarias todavía va un poco más allá. Las medidas para frenar el virus en África, como el cierre de fronteras, han hecho menos accesibles otras rutas migratorias hacia Europa como las que salen desde Libia, Argelia y, especialmente, de Marruecos, uno de los países del continente que ha optado por más restricciones contra la pandemia. Además, ver una Europa sacudida por la enfermedad también ha contribuido a hacer crecer rumores. Uno de los que más ha circulado: que los países europeos necesitan mano de obra para cubrir las muertes por covid-19. Otro: que los trabajadores africanos van más buscados porque se los considera más resistentes al virus.

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Perder el miedo a morir

En una casa con patio de Nianing, un pueblo en el sur de Senegal, Babakar, un padre de familia de 35 años, revisa las redes de pescar y las remienda. Lo hace con pausa y delicadeza, como si ahora nada en el mundo fuera más importante. Hace tres meses había intentado la travesía. Él era el capitán delcayuco y a bordo viajaban 89 personas, la mayoría jóvenes que vivían en este mismo pueblo. Como se suele hacer, se marcharon por la noche, sin decir nada a nadie. No solo para evitar ser descubiertos por las autoridades, sino porque si lo explican en casa, las familias hacen todo lo posible para evitarlo. “Yo antes me ganaba bien la vida: el mar nos daba mucho, pero cada vez nos da menos. Decidí marcharme por el bien de mis hijos”, se excusa.

Con voz rota, relata que querían bordear la costa hasta el norte de Mauritania para, desde allí, cruzar el océano hacia Las Palmas. “Pero después de cinco días nos quedamos sin agua y con poca comida. La gente empezó a morir a bordo”. De los 89, 50 murieron, principalmente de sed. Los supervivientes iban lanzando los cadáveres al mar, hasta que fueron detenidos por las autoridades mauritanas, que los llevaron a tierra para después ser deportados de nuevo a Senegal. Él pudo volver a Nianing, pero el horror de esos días, dice, lo acompañará toda la vida. “He tenido ataques de pánico y, a veces, necesito salir corriendo de casa”. 

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Testimonios como el de Babakar muestran la normalidad con la que se convive con la masacre de los jóvenes que intentan ganarse un nuevo futuro en la peligrosísima travesía. El problema, como debatía un grupo de ancianos en una charla reciente en Dakar, es que a las nuevas generaciones de Senegal les da tanto miedo la falta de futuro que han perdido el respeto a la muerte. También ayuda que haya ganado el falso relato de que en Europa la vida es fácil: que los que se van vuelven ricos o, cuando menos, consiguen trabajo con cierta facilidad.

Precisamente este espejismo es el que hizo decidir al hermano de Sherksen, un hombre de 35 años que hace cuatro meses cogió sin avisar a nadie un cayuco en dirección a España. “Él tenía trabajo aquí, trabajaba de albañil y era la persona que mantenía a la familia. Pero siempre había pensado que si quería prosperar tenía que ir a Europa”, admite Sherksen, el hermano pequeño, que recuerda que atrás también dejaba a su mujer, a sus dos hijos y una casa que se estaban construyendo. “A mí me dijo que estaría fuera unos días, que tenía que ir a buscar el certificado de nacimiento de su hijo”, añade. No supieron nada durante dos semanas, hasta que un amigo de la familia los llamó: “Tu hermano ha cogido un cayuco hacia España”. Cinco días más tarde, y después de remover cielo y tierra para contactar con el capitán de esa embarcación, Sherksen recibía un whatsapp: “Tu hermano murió de sed a bordo del cayuco. El cuerpo lo tuvimos que lanzar al mar”.

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Este texto forma parte de un reportaje del ARA sobre Senegal. Los otros artículos tratan el papel la de las multinacionales pesqueras y la oleada de protestas que vivió el país en marzo.