Desde Senegal

Senegal: el mar de los otros

La presencia masiva de barcos de pesca extranjeros deja a los pescadores senegaleses sin trabajo

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Dos jóvenes llegados del interior trabajando en la zona de secado de pescado al puerto de Saint Louis

Saint-Louis (Senegal)Explican en Saint Louis, una ciudad del norte del Senegal y antigua capital colonial bajo dominio francés, que un espíritu femenino vigila y protege la localidad y sus habitantes de la muerte y otros males. Se la llama Mame Coumba Bang, y es considerada la diosa del océano –que rodea el municipio– y del río Senegal –que lo cruza hasta encontrarse con el mar–. Históricamente, los vecinos de Saint Louis han hecho rituales para contentar a la diosa: desde echar un trozo de carne de cordero al río cuando nacía un bebé para garantizarle protección hasta reservar un lugar importante de la casa para pintar su imagen.

Cae con fuerza el sol sobre Guet Ndar, el barrio de los pescadores de la ciudad, y centenares de cayucos descansan en la orilla del río, esperando para salir a pescar. Muchas de estas canoas, pintadas con colores vivos, llevan dibujada la imagen de Mame Coumba Bang para que les defienda de la ira del océano. Sin embargo, desde hace unos años, los senegaleses que se dedican a la pesca ruegan a la diosa del mar que les proteja de las empresas extranjeras que, con el consentimiento del gobierno de Dakar, explotan su mar y, dicen, les dejan sin pescado. Yogo Diège, un hombre de brazos fuertes, es el capitán de una de estas embarcaciones tradicionales. Se lo llevan los demonios cuando le preguntamos por la situación del sector. “El gobierno ha vendido nuestro mar. Nos está condenando”, dice con rabia. Asegura que, mar adentro, hay barcos de todos los países: chinos, coreanos, rusos, franceses, españoles, portugueses… “Se lo llevan todo y a nosotros nos dejan los restos. ¿Cómo es posible?” Y continúa: “Si pienso en la cantidad de pescado que pescábamos hace unos años y lo que pescamos ahora, te prometo que quemaría el barco”.

Cerca, un grupo de jóvenes que trabajan para él asienten con la mirada mientras revisan y pliegan una red de pescar inmensa que volverán a utilizar el día siguiente por la mañana: “El gobierno ha vendido nuestro mar”.

Expolio neocolonial

La sobreexplotación de los mares de los países desarrollados y el aumento global del consumo de pescado provocaron hace décadas que las grandes compañías pesqueras empezaran a fijarse en África. Con los años se han ido consolidando: desde las aguas de Mozambique o Tanzania hasta las de Guinea-Bissau, Gambia o Mauritania. Pero el caso de Senegal, un país ligado desde siempre a la tradición pesquera y donde el sector da trabajo de manera directa e indirecta a más de 700.000 personas, es el más significativo. El último acuerdo con la Unión Europea, por ejemplo, autoriza 43 barcos franceses, españoles y portugueses a capturar 10.000 toneladas de atún anuales. También faculta dos embarcaciones de arrastre de bandera española a pescar 1.759 toneladas de merluza. Pero los barcos europeos solo son una parte de los 200 con bandera internacional que trabajan en aguas senegalesas.

Descarga de una barca llegada a última hora de la tarde en la orilla del río Senegal

Los locales temen especialmente a los grandes barcos asiáticos: denuncian que a menudo pescan sin licencia o con acuerdos ocultos y que acumulan durante días en alta mar toneladas y toneladas de pescado que después venden en todo el mundo. Los destinos son muchos y diversos: desde mercados mayoristas como Mercabarna hasta las secciones de congelados de supermercados franceses o italianos. También se hacen latas de conserva que se pueden encontrar en Rusia o en el Reino Unido. O el pienso que utilizan en Arabia Saudita para engordar a las gallinas, o en Rumanía para alimentar a los cerdos, o en Noruega para los salmones. Y en este último ámbito, China es el rey de la pista: el gigante asiático se ha consolidado como el primer importador de harina de pescado, la que obtiene de triturar pescados pequeños que captura indiscriminadamente en los mares africanos y que, después, utiliza para fabricar comida para todo tipos de animales.

La falta de datos y estudios hace difícil cuantificar el impacto económico y social que está teniendo todo esto en la pesca local, que continúa utilizando los métodos y artes tradicionales que han sobrevivido de generación en generación. Pero hay algunos informes, como el publicado hace unos años por la ONG Ayuda en Acción, que dejan intuir la magnitud del problema: el volumen de capturas de los pescadores locales bajó de 95.000 toneladas a 45.000 entre 1994 y 2005. Un golpe duro para un sector que es la primera fuente de divisas del país y que representa casi un 3% del PIB total.

Pescado sí, personas no

Hace unas semanas, el doctor Aliou Ba, asesor político de Greenpeace en Senegal, ponía énfasis en la ironía de esta realidad. “Europa deja sin pescado a los africanos, pero Europa no quiere a los inmigrantes africanos”. Y en la costa senegalesa, uno de los puntos de partida de la ruta migratoria hacia las Canarias, esta reflexión es compartida. En un patio del barrio de pescadores de Saint Louis, un grupo de hombres bebe té y rememora tiempos mejores. “Antes, a las familias pescadoras no nos faltaba de nada. Vivíamos bien. Pero esto parece que se ha acabado. Si la pesca no funciona, nada funciona”, dice uno de ellos.

Un joven pescador descansa después de una noche de trabajo

Otro hombre, vestido con túnica blanca, lanza una pregunta al aire: “¿Cómo tenemos que evitar que nuestros hijos cojan cayucos para irse a Europa, si nos estamos quedando sin la manera de ganarnos la vida?” Todos ellos coinciden en una cosa más: cada noche duermen con miedo que, cuando se despierten, uno de sus hijos también haya decidido jugarse la vida para llegar en patera a España. Unas calles más allá, en una de las principales playas de Saint Louis, la llegada de barcos pesqueros a tierra después de horas o días en el mar es constante. Cada dos o tres minutos aparece uno. Cuando los marineros paran la canoa, las mujeres revisan la pesca antes de que sea transportada al palco que hay cerca de la arena, donde una infinitud de camiones esperan para cargar el pescado.

Escenas similares se viven a la orilla del río Senegal, convertida en un palco improvisado donde vecinos de la ciudad se acercan para comprar directamente el pescado a las barcas. Dos mujeres negocian y, finalmente, llegan a un acuerdo: dos euros por un puñado generoso de sardinas. Pero la vendedora se queja. “Mal, mal… Así es muy difícil”.

Pescado pequeño y barato

Y es que no es solo la cantidad, es también la calidad. Ahora pescan sobre todo sardinas, doradas y otros peces más pequeños y baratos que hace un tiempo ni se molestaban en coger. Especies más valoradas, como el rape, los atunes, el mero o la barracuda, son para los barcos internacionales. A su lado, un grupo de adolescentes vestidos con camisetas de fútbol de equipos europeos se sientan con aburridos sobre una montaña de cajas vacías. Se ofrecen para transportar el pescado de los barcos que llegan. Pero no hay trabajo. La mayoría de ellos hoy no han hecho ningún viaje. Quién ha hecho más –tres– ha ganado 900 francos CFA, es decir, un euro y cuarenta céntimos. Ellos, que llegaron a la costa senegalesa provenientes de pueblos del interior para encontrar trabajo y ayudar a sus familias, dicen lo mismo que muchos jóvenes de la ciudad: “Si puedo subir a un cayuco, me voy a España”.

Pero la sensación en Senegal es que este sentimiento de país vendido a los estados y las empresas extranjeras va más allá del mar y la pesca. A pesar de que el llamado país de la teranga –hospitalidad, en wólof– se independizó de los franceses en 1960, el legado y la presencia gala están todavía muy presentes en el día a día de los senegaleses.

Uno lo ve solo cuando llega y aterriza al aeropuerto internacional de Blaise Diagne, en recuerdo al primer diputado negro africano en la Asamblea Nacional francesa. O cuando va desde el aeropuerto hasta Dakar, la capital, por una autopista que gestiona una empresa francesa, y donde abundan los coches Peugeot, Renault y Citröen. O cuando va a comprar al supermercado más próximo, un Auchan –el hermano francés de Alcampo– y paga con francos CFA, la moneda que comparten catorce estados africanos, herencia de haber sido colonias de París. O cuando explican que la línea de tren de alta velocidad que se está construyendo para unir Dakar con el aeropuerto es un proyecto de los grupos franceses Engie y Thales.

Pescadores de Saint Louis empujando una barca hacia el mar

Y no solo es Francia. Muchas de las grandes construcciones que se ven en las calles de ciudades como Dakar, Thies y Mbour están gestionadas por empresas extranjeras que vienen desde Turquía, países del Golfo y, sobre todo, China. O en la agricultura, donde se repiten cada vez patrones más similares a los del sector pesquero: grandes empresas extranjeras –también españolas– que explotan importantes campos de cultivo y condicionan el trabajo de los pequeños agricultores, que representan una parte relevante de la economía senegalesa. Mamadou Thiam, un vecino de Mbour, una ciudad del sur senegalés, avisa: “Las sandías que vosotros os coméis en invierno, las cultivan aquí. En Mbour, los campos los plantaron donde antes había huertos de labradores del pueblo”.

Este texto forma parte de un reportaje del ARA sobre Senegal. Los otros artículos tratan la emigración y la oleada de protestas que vivió el país en marzo.

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