El clasismo del 'Grand Prix'
El Grand Prix ha vuelto a TVE dieciocho años después de su estreno. El concurso forma parte de los grandes clásicos televisivos que marcaron a una generación de espectadores y que ahora se recuperan con la voluntad de captar audiencia a través de estimular la nostalgia. La emisión del primer programa era un viaje al pasado. Ningún indicio de evolución, ni cronológica ni tecnológica. Presenciamos tele analógica: decorados de plástico, disfraces de gomaespuma, mecanismos rudimentarios y un caduco Ramon García. El presentador, que fue defenestrado de la televisión incluso de las noches de Fin de Año, ahora ha renacido de las cenizas con el formato que lo catapultó.
La dinámica es exactamente la misma de siempre: dos pueblos de España se enfrentan entre ellos superando varias pruebas que exigen cierta condición física, buena voluntad y sentido del humor. Los alcaldes de la localidad supervisan la competición de sus ciudadanos desde un balcón acompañados de un famoso. Y parte del pueblo anima desde la grada. El espíritu de Fuenteovejuna, todos a una, para animar a los valientes que se exponen a superar los obstáculos. “Ramón, ¡al turrón!”, exclama una de las copresentadoras para que García ponga en marcha cada prueba. La vaquilla que embestía a los concursantes ha desaparecido del juego por razones obvias: en dieciocho años, los derechos de los animales deben respetarse también en televisión. Se ha convertido, eso sí, en la mascota del programa.
Las pruebas del Grand Prix, inspiradas en las del célebre Humor amarillo, implican batacazos ridículos. Una de las más famosas es la de los Troncos Locos. Unos rodillos gigantes que giran sobre una piscina. Los concursantes tienen que correr por encima de los troncos con riesgo de trompazos que hacen que se escurran entre los rodillos hasta caer al agua. Para potenciar el ridículo de la caída, los participantes van disfrazados o equipados con cascos absurdos. Se tienen que vestir de mariquitas para intentar escalar una pared, meterse dentro de unos pañales gigantes de látex que les impiden la movilidad o intentar esquivar una pelota gigante comprimidos en un bolo enorme, de donde apenas pueden sacar la nariz. Los disfraces se convierten en camisas de fuerza que los convierten en unos participantes torpes. Caen a peso y no se pueden levantar. Quedan indefensos, como escarabajos boca arriba, y son rescatados por unos asistentes que los cogen como sacos de patatas. La ineptitud de los concursantes es lo más hilarante. Nos repiten las caídas y los momentos más lamentables a cámara lenta. El éxito y la fama del programa radican en la humillación del batacazo combinado con el disfraz, que hacen de los concursantes títeres al servicio del espectáculo. Ahora bien, en la prueba final, el clímax se pierde. Los alcaldes entran en juego y el concurso de trompazos culmina con una prueba lingüística. Mientras el pueblo raso suda la gota gorda, el alcalde utiliza el intelecto. Un clímax aburrido que huye de la dinámica y que evidencia un clasismo que, en 2023, debería desaparecer.