El diario La Vanguardia ha entregado sus premios. Me fijo en una prenda de su cobertura. Se trata de la clásica retahíla de nombres y más nombres de lo que se llama –a veces pomposamente– representantes de la sociedad civil, eufemismo de líderes empresariales, políticos y otros estamentos de poder. Todos los medios caemos, en estas piezas de compromiso, que sólo leerán los propios interesados, para comprobar si efectivamente se ha pasado lista y se les ha consignado. El titular es “La gran comunidad de lectores de una cabecera líder” y, de nuevo, es una formulación de cariz popular, mientras que los presentes en la sarta de cargos pertenecen claramente a la élite. Desde el Barça al Club de Polo. Desde las grandes empresas a Josep Antoni Duran i Lleida, que es una categoría en sí mismo.
Pero lo que llama poderosamente la atención es el desequilibrio entre hombres y mujeres. En la pieza figuran hasta setenta y cuatro nombres y sólo ocho de ellos son mujeres. Un 10,8%. La culpa de esto, claro, no es de La Vanguardia, o sólo lo es en tanto que se trata de un diario institucionalista y cercano al poder. Este campo de nabos, como suele decirse vulgarmente, es el reflejo de un país que sólo ha permitido feminizar a las instituciones hasta cierto punto y de forma cosmética (con las excepciones que hagan al caso). Se han incorporado mujeres en órganos plurales, para salvar la foto corporativa, pero si vas a mirar la punta de la pirámide, puedes apostar muchas fichas que encontrarás un hombre. Y, bueno, que el arzobispado envíe a tres representantes a la fiesta del diario y los tres sean hombres puede ser humana y católicamente comprensible hasta nueva orden de Roma. Pero, para el resto, esta pieza debería colgar en los corchos de las salas de juntas y reuniones del país, a modo de amable recordatorio.