La IA y el mundo real todavía no se hablan
Cuanto más sofisticadas se vuelven las tecnologías, más evidencian su incapacidad para funcionar en una realidad llena de incompatibilidades y ecosistemas que no se comunican entre ellos
Vivimos rodeados de promesas sobre cómo la inteligencia artificial (IA) revolucionará nuestras vidas. Cada día aparecen nuevos chatbots que afirman entendernos mejor que nosotros mismos, asistentes virtuales que prometen anticiparse a nuestros deseos y algoritmos que, supuestamente, nos facilitarán la existencia hasta límites inimaginables. La retórica es seductora: estamos a las puertas de una era en la que las máquinas pensarán por nosotros y automatizarán hasta el menor detalle de nuestra cotidianidad.
La realidad, sin embargo, es bastante más prosaica. Cierto es que la IA se está introduciendo en múltiples ámbitos de nuestra vida, pero con una limitación fundamental: sólo funciona relativamente bien en aquellas actividades y servicios que se desarrollan íntegramente en forma de software y datos. E incluso en este territorio aparentemente favorable, las limitaciones son más notables de lo que quieren hacernos creer. Si me lo permiten, les pondré dos ejemplos personales.
El primero: aunque ya no colaboro con los servicios informativos de Catalunya Ràdio, y no por mi voluntad, cada mañana escucho la rueda de noticias de Catalunya Informació –la actual rama de radio del nuevo 3CatInfo– con los diversos altavoces conectados que tengo esparcidos por casa. Como el deporte no me interesa en absoluto, siempre –siempre– doy la orden de apagar el dispositivo o cambio a música de fondo durante los cinco últimos minutos del boletín, cuando se emiten las noticias deportivas. Este ritual se repite todos los días, sin excepción, desde hace más de dos años.
Un altavoz inteligente de verdad debería ser capaz de detectar este patrón de comportamiento tan evidente y ponerlo en práctica automáticamente. Al fin y al cabo, disponemos de asistentes que se jactan de conocer nuestros gustos musicales, que dicen detectar cuándo estamos de buen humor o que nos sugieren películas basándose en algoritmos sofisticadísimos. Pero ninguno de mis altavoces —ni los de Alexa ni los de Google Home— es capaz de aprender esta preferencia tan simple y ejecutarla de forma autónoma. La IA, al parecer, tiene una memoria sorprendentemente selectiva.
Si las limitaciones en el ámbito puramente digital ya son evidentes, la desconexión de la IA con el mundo físico resulta aún más flagrante. Así lo ilustra mi segundo ejemplo: la dificultad para crear una automatización aparentemente sencilla como gestionar la alarma despertadora de un reloj inteligente según el pronóstico meteorológico a primera hora de la mañana.
Habitualmente salgo a hacer ejercicio por los caminos de alrededor de casa sobre las siete de la mañana, con el objetivo de poder sentarse delante del ordenador a trabajar a las nueve en punto. Para no estorbar a mi compañera de cama, me hago despertar por la vibración silenciosa de mi reloj conectado. Ahora bien, algunas mañanas, si miro por la ventana y veo que llueve, vuelvo a acostarme una horita más. Pero ya no es lo mismo. Lo que quiero es que el reloj sólo despierte a las siete si no tiene que llover durante las dos horas siguientes y, en cambio, me deje dormir hasta las ocho si no podré salir.
Sobre el papel, esto podría automatizarse combinando tecnologías que ya existen: el pronóstico meteorológico, el análisis de datos y el control de dispositivos. Nada que no esté al alcance de la IA actual. Pero en la práctica no es tan sencillo.
Los problemas de Apple
En el ecosistema de Apple, la situación es decepcionante. Pese a la integración supuestamente perfecta entre iPhone y Apple Watch, esta automatización es imposible. La aplicación Accesos directos de iOS puede consultar la meteorología e incluso crear órdenes de voz personalizadas, pero no tiene la capacidad de configurar alarmas automáticamente por "razones de seguridad". ¿El resultado? Podría recibir en el iPhone una notificación con la recomendación temprano por la alarma, pero debería abrir un ojo para configurarla manualmente. Tanta integración para nada.
Android, más abierto, ofrece más posibilidades, pero no son sencillas. La automatización que necesito sólo funciona con el reloj Galaxy Watch 8 de Samsung y me obliga a instalar y pagar varias aplicaciones: Tasker (3,49 euros), AutoApps (gratuito pero necesario como gestor de licencias) y AutoWear (1,69 euros). Pero esto es sólo el inicio del calvario.
La configuración real es un laberinto. Primero debo obtener una clave API gratuita de OpenWeatherMap y localizar las coordenadas GPS exactas de mi casa. Después, en Tasker, debo crear un "perfil" que se ejecute cada día a las 6.45 de la mañana, programar una acción HTTP GET que consulte la citada API meteorológica, mediante una URL compleja que contiene latitud, longitud y clave de autenticación; después tengo que escribir un código JavaScript que analice la respuesta JSON, determine si la probabilidad de lluvia supera el 50%, configurar variables para calcular la hora de alarma adecuada (las 7.00 si no debe llover, las 8.00 si lloverá) y, finalmente, enviar el orden al reloj mediante AutoWear para que cree etiqueta.
Todo este proceso implica navegar por decenas de menús crípticos, activar permisos especiales del sistema (accesibilidad, administración de dispositivos), desactivar el ahorro de batería para todas las aplicaciones implicadas, configurar variables globales de Tasker, programar condiciones lógicas y cruzar los dedos para que la conexión Bluetooth entre el teléfono y el teléfono. Y aun así, si el reloj es de otra marca como Withings, Garmin o incluso un Samsung más antiguo, ya puedes olvidarte: cada ecosistema es una burbuja, incapaz de comunicarse con los demás.
Este laberinto tecnológico revela una paradoja frustrante: cuanto más sofisticadas se vuelven las tecnologías, más evidencian su incapacidad para funcionar en el mundo real, lleno de incompatibilidades, estándares diferentes y ecosistemas que no se hablan entre ellos. La IA puede escribir poesía, generar imágenes espectaculares y mantener conversaciones aparentemente coherentes, pero fracasa estrepitosamente cuando debe interactuar con dispositivos que no pertenecen a su propio jardín cerrado.
El resultado es que, a pesar de disponer de asistentes que presumen de entender el lenguaje natural y de prever nuestras necesidades, somos incapaces de programar tareas elementales sin convertirnos en ingenieros de sistemas. La IA puede simular conversaciones humanas con una fluidez asombrosa, pero no puede configurar una alarma basada en el pronóstico del tiempo si el usuario no domina conceptos como APIs REST, análisis JSON, programación condicional y protocolos de comunicación entre dispositivos.
Naturalmente, mis dos ejemplos no son más que problemas del Primer Mundo, del todo secundarios. Pero mientras las tecnológicas siguen vendiéndonos la promesa de una vida más cómoda y automatizada, la verdadera inteligencia artificial, aquella que realmente mejore nuestras vidas sin complicarlas, todavía está lejos de ser realidad. Mientras tanto, tendré que seguir apagando manualmente los altavoces cuando empiecen las noticias de deportes y confiar en la previsión del tiempo de la tarde anterior para poner el despertador.