¿Lo fotografías y lo grabas todo? Cuando las imágenes son un sucedáneo tronado de nuestra vida

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'Fotògrafs compulsius'.

Las portadas de la revista The New Yorker son, seguramente, las más sugerentes de la prensa mundial. La ilustración de la edición de esta semana está vinculada a la celebración del Día de Acción de Gracias, una importante celebración para los estadounidenses. El ilustrador Chris Ware ha representado una escena familiar en torno a la mesa, ante los restos de un pavo. Nueve personas de distintas edades que, en vez de interactuar, están pendientes de la pantalla del móvil. En otras ocasiones, Ware ya hizo hincapié en otras portadas a la omnipresencia de las pantallas en nuestra vida. En sus ilustraciones también tiene tendencia a recrearse en detalles imperceptibles que esconden un significado. Uno de los aspectos que llama la atención de esta familia haciendo la sobremesa es, precisamente, lo que se ve en las pantallas de sus respectivos móviles. Todos están mirando fotografías que han tomado desde el mismo lugar en el que están sentados. Una selfie de dos de los comensales, el pavo antes de ser devorado, una decoración de la mesa, el paisaje que se ve desde la ventana, los pequeños de la casa... Las pantallas de móvil contienen fragmentos de la misma escena que estamos viendo en la portada. Ware parece denunciar la obsesión por retratarlo todo antes que vivirlo o disfrutarlo.

La obcecación por duplicar el presente. Lo vemos en conciertos, donde el público acaba pasándose todo el espectáculo con los brazos levantados sujetando el móvil mientras graban todo lo que ocurre en el escenario. Vídeos que, muy probablemente, nunca se verán más. Sólo hace falta reproducirlos en casa para comprobar la pésima calidad de imagen y sonido que tienen todas estas filmaciones.

El pasado viernes, en la magnífica exposición Maestras del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, un anciano parecía dispuesto a llevarse todos los cuadros de la colección dentro del móvil. Formaba parte de un grupo numeroso que había contratado a un guía, pero el hombre se desentendió de las explicaciones interesantísimas del experto para barrer todas las salas con el móvil. Sujetaba el teléfono a la altura de los cuadros con las dos manos y, siguiendo el orden de la exposición, se colocaba delante de un cuadro, lo fotografiaba, daba cuatro pasos al lado, ajustaba el encuadre al obra que tenía delante y volvía a disparar. Si era necesario, embestiba al visitante que le estorbaba el paso. Y así hasta terminar el repertorio. La esposa, integrada en el grupo del guía, le regañaba cuando le veía: “¡Pero Juan! ¿Qué haces? ¡Vien con nosotros!” Pero el hombre se la sacaba de encima. No quería perder el ritmo de ese expolio artístico digital. Por la noche, en el sillón de casa, se debería entretener pasando pantallas para disfrutar de la exposición magistral en un recuadro mal enfocado de seis centímetros de ancho por diez de largo.

Al igual que hay tribus que creen que una cámara les puede robar el alma, intentamos secuestrar compulsivamente todo lo que tenemos delante. Fotografiar se ha convertido en un impulso que tiene que ver con el deseo de poseer el presente. El acto de accionar el obturador ha dejado de ser un momento lleno de trascendencia por ser un gesto de voracidad existencial. Guardamos decenas de miles de fotografías en el archivo del teléfono que no tienen ningún valor real. Las imágenes se convierten en un sucedáneo tronado de nuestra vida. ¿Desconfiamos de nuestra memoria o despreciamos el recuerdo? Quizás es que queremos capturar la emoción que sentimos ante la belleza, la compañía o los buenos momentos. Pretendemos enlatar las sensaciones. Pero en el álbum del teléfono, el alma del instante se ha muerto.

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